Maya Rivera Mazorco y Sergio Arispe Barrientos
La historia de la
alimentación contemporánea está sujeta a una gran contradicción: el
modelo agroindustrial de producción a gran escala que ha surgido desde
la Revolución Industrial, el cual se autocalifica como el único viable
para resolver el tema alimenticio en el mundo y que, además, ha aportado
con una masiva producción de alimentos, se enfrenta a cada vez más
profundas y constantes crisis de alimentos caracterizadas por cada vez
más personas hambrientas en el mundo. De las 7 mil millones de personas
que habitan el mundo, 1 mil millones se consideran crónicamente
hambrientas en la actualidad. Esto nos obliga a preguntarnos y, de
hecho, muchísimos lo hacen, si este modelo, que clama ser el único
viable para responder al hambre mundial, es realmente factible.
La descampesinización del mundo
Realizando una rápida genealogía de la producción alimenticia, es
crucial tomar en cuenta las hambrunas europeas de Inglaterra e Italia
del Norte del siglo XVII, la crisis finlandesa en el invierno de 1868 y
la más devastadora: la hambruna irlandesa entre 1845-1848 (Vanhaute,
2007). Todas sirvieron para detonar en Europa una política agresiva de
producción agrícola en sus colonias, lo que incrementó masivamente la
disponibilidad de alimentos al continente europeo, posibilitando mayor
seguridad alimentaria, decrecientes precios de alimentos y un
decrecimiento de la población agrícola. Dicho proceso sólo se pudo
sostener en un mundo rápidamente cambiante y cada vez más desigual.
A su vez, las necesidades de consumo del mercado europeo, atadas al
crecimiento demográfico exponencial del último siglo, impulsaron una
nueva ola de exportación de millones de trabajadores excedentes a las
colonias europeas (Argentina, Australia, Uruguay, etc.,), con lo que se
fue consolidando la producción barata en áreas templadas (lácteos,
granos y carne). Mientras tanto, la producción de productos tropicales
ya estaba consolidada en las colonias tropicales mediante la provisión
de esclavos, en su mayoría de origen africano y en menor parte indígenas
que trabajaron en condiciones deplorables en un régimen semi-feudal. De
este modo, si bien las hambrunas en tiempos de paz se erradicaron de
Europa occidental, incrementaron de manera desmedida a través de todas
las colonias (Davis, 2001). Aquí tenemos otra contradicción que, de
hecho, cimienta la primera mencionada al inicio de este artículo. Vale
la pena recalcar en este momento que esta contradicción subsiste en la
actualidad. La mayoría de los países industrializados han logrado un
menor número de crónicamente hambrientos; sus principales problemas en
la actualidad son, por el contrario, la obesidad debida a la
sobrealimentación de mala calidad y los problemas de salud pública que
devienen de la mala alimentación. Por su lado, son los países
latinoamericanos, africanos y asiáticos los que sufren hambre y
desnutrición por causa de ella.
De este fenómeno colonial de
explotación e imposición, que ha estado acompañado de la apropiación
ilegal de territorios, nace la teoría del progreso agrícola. Al ubicarse
Europa en la cima jerárquica del poder global, pudo descampesinizarse y
utilizar la excedente mano de obra aglutinada con anterioridad en sus
tierras agrícolas, para su incipiente revolución industrial pudiendo
importar materias primas y alimentos baratos. Todo esto a costa de: 1)
la inserción de pequeños productores a la producción de commodities,
2) la incorporación de millones de productores en las regiones
tropicales y templadas al mercado global, 3) el debilitamiento o
destrucción de sistemas locales de alimentación; todo en detrimento de
la seguridad alimentaria local. En consecuencia, a principios del siglo
XX, Inglaterra, por mencionar un ejemplo, importaba 70% de los granos,
harina y productos lácteos y 40% de su consumo cárnico.
Todos
estos logros, fuertemente apoyados por la propaganda, sistemas
educativos y la homogenización de las dietas, legitimaron un fuerte y
llamativo mensaje de modernización, descampesinización,
industrialización e integración económica. El discurso apeló fuertemente
a la erradicación del retraso, personificando al campesino como
reliquia del pasado.
Así, surgió inicialmente el proceso de
descampesinización cómo fenómeno social y económico, lo que aseguró la
total dependencia de la población humana actual y futura en términos de
producción de alimentos (de unas cuantas empresas agropecuarias
multinacionales que controlan la cadena de producción alimenticia), y
una total pérdida de la riqueza milenaria agrobiológica. John Steinbeck
en su obra magistral “Uvas de la Ira”, describe el proceso por el cual
los pequeños productores agrícolas de EE.UU. son expulsados de sus
tierras. En este país, la concentración de tierra motivada por el
surgimiento del mercado financiero y la apertura de mercados de granos
significó la disminución de granjas, de 7 millones en 1935 a 1.9
millones en 1997. Para 1999, granjas con superficies mayores a 500
hectáreas controlaban el 79% de la tierra productiva americana (Holt
Gimenez y Shattuck, 2011).
Según estadísticas de la FAO, en
1950, el 65% de la población global estaba involucrada en la
agricultura. Para el 2000 sólo el 42%. (FAO Statistics). Hoy, la
población global se estima en 7.000 millones de personas; sin embargo,
la población productora no supera las 1.500 millones (Oxfam, 2011).
La crisis actual: el hambre en el mundo
La crisis del siglo XXI es el producto del resquebrajamiento del
sistema económico y social; su origen es político y casi siempre
prevenible (Vanhaute, 2011). Las hambrunas actuales son típicamente
vistas cómo crisis humanitarias que se pueden prevenir, pero,
simplemente no se lo hace, por esto otros las ven como crímenes contra
la humanidad (Edkins, 2007; de Waal, 1997). No está de más, entonces,
mencionar que el 2008 se tuvieron volúmenes record en cosechas (2287
millones de toneladas métricas), más que suficientes alimentos para
alimentar a todo el mundo (FAO, 2009), pero, a pesar de ello, existen
1.000 millones de crónicamente hambrientos, y resulta que 500 millones
de ellos son productores (Shiva, 2011).
La articulación del sistema alimenticio corporativo
Y la solución a la crisis alimenticia está cada vez más lejos de
resolverse pues el interés en el tema apunta a hacer negocios. No es por
nada que el sistema alimenticio está cada vez más articulado a lo
corporativo. Post II guerra mundial, en los 60 y 70, y en el actual
siglo XXI, la respuesta usual es la de impulsar nuevas revoluciones
verdes; todo endorsado por el agro negocio. Los shocks económicos de los
70 y 80 anunciaron la etapa de expansión económica neo-liberal. Dicho
contexto junto al llamado seductivo del libre mercado de los 80 y la
especialización productiva como motores de desarrollo, hizo que la
liberización de mercados agrícolas y prácticas de dumping masivo de
excedentes alimenticios, incrementaran dramáticamente la dependencia
alimenticia del sud (McMichael, 2009).
Durante los 80, los
programas de ajustes estructurales (SAPS, en inglés) rompieron las
medidas arancelarias nacionales, desmantelando los mercados locales y
destruyendo los sistemas de investigación local. Dichas políticas
estaban plasmadas en los tratados comerciales bilaterales y tratados de
libre comercio (FTAs, en inglés). Estos mecanismos constituyeron
restricciones a los derechos soberanos de los estados a regular el
alimento y la agricultura. En el sud, la llamada revolución verde
promovió la agricultura intensiva –plan Bojan, Bolivia– de un número
reducido de productos: trigo, maiz, arroz, y soya, usualmente llamados
los cultivos de los pobres y el alimento de animales de granja.
De este modo, el control de la justicia alimenticia en el mundo recae
cada vez en menos manos y se reduce a una gama de productos ofertados
únicamente por el agronegocio. A continuación explicaremos las
consecuencia de esta uniformización alimenticia, que tiende a elitizar
las posibilidades de alimentarse o no y de alimentarse bien o no en este
mundo.
Las consecuencias de la uniformización alimentaria
En primer lugar, tenemos una clara transición de dietas diversificadas a
dietas reducidas caracterizadas por mayor consumo cárnico, de grasas y
aceites, azúcar y carbohidratos procesados. Se trata de un fenómeno
global que no se puede negar y que, además, no escapa a la clase social.
La alimentación no es un tema de derecho humano, por lo menos no lo es
para las grandes empresas que están acaparando, a paso seguro, toda la
cadena de producción alimenticia. Las dietas buenas están en manos de
poblaciones económicamente posibilitadas y las más pobres se encuentran
encapsuladas en dietas altamente procesadas, con contenido calórico alto
y sufriendo de subnutrición asociada a la obesidad (McMichael, 2009);
es decir, sólo los ricos podrán alimentarse con alimentos sanos. Así, la
reorganización de la cadena de comercialización ha subdividido a las
dietas por clases económicas; no es por nada que el sector privado ha
diferenciado a consumidores que se sirven commodities comestibles
estándar (WalMart), de aquellos que comen productos de cadenas
alimentarias cuidadosamente auditadas para su calidad (Whole Foods).
En este sentido, la respuesta al hambre en el mundo, lo decimos una vez
más, es solamente un negocio y son las grandes empresas agropecuarias
multinacionales las que interpretan el papel estelar. Los alimentos son
productos del mercado y en el mismo existen consumidores con distinta
capacidad de gasto. Este hecho, además, va de la mano del negocio
farmaceútico que hace de la mala nutrición una mina de oro. No es un
descubrimiento que el sistema alimenticio artificial y sin
diversificación que no respeta los procesos de complementación entre la
tierra, los ecosistemas, el clima y el ser humano, al momento de
producir alimentos, genera problemas de salud, entre otros. Olivier De
Schutter (2011) lo confirma con el siguiente ejemplo: “el cambio de
sistemas de cultivos diversificados a sistemas simplificados centrados
en los cereales ha contribuido a la malnutrición por falta de
micronutrientes”, siendo este un enunciado de muchas investigaciones que
hacen un llamado ante este problema.
De este modo, el hambre
en el mundo no se reduce solamente al tema de comer o no comer, sino que
se concentra también en ofertar alimentos que imponen costumbres
alimenticias aptas para el agronegocio y el negocio de las
farmacéuticas: la enfermedad.
En este momento de la exposición,
es crucial recalcar un punto neurálgico que explica aún más y le da
sentido a la contradicción del sistema de producción de alimentos actual
que no tiene como objetivo “alimentar” para calmar el hambre o para
nutrir, sino “des-alimentar” de la manera más eficiente para producir
seres humanos mal nutridos, sin posibilidades de acceder a una
alimentación óptima, y sin posibilidades de producir sus propios
alimentos. El fin va más allá del hambre y recae en adaptar al ser
humano al sistema de producción de alimentos agroindustrial, el que, en
realidad, “alimenta, engorda y nutre” los bolsillos de las grandes
empresas agropecuarias que acaparan distintos procesos de producción a
lo largo del mundo y rompen las posibilidades de autodeterminación de
las poblaciones locales y, por ende, el derecho a una óptima
alimentación para todas y todos. Para comprender mejor este enunciado,
es importante ahondar en la dimensión ambiental de la producción de
alimentos.
La dimensión ambiental dentro del análisis del régimen corporativo
La agricultura global es responsable de un cuarto a un tercio de las
emisiones de GEI totales (McMichael, 2009). GRAIN, sitúa los aportes de
GEI entre 47 y 54%. Esto es causa de varios elementos, pero en este
ensayo nos interesa resaltar uno de ellos: la producción agrícola
subordinada a relaciones netamente capitalistas de producción significa
la progresiva implementación de inputs (recursos orgánicos a commodities),
que reducen el reciclaje de nutrientes dentro del suelo y agua,
provocando la implementación de métodos agronómicos dependientes de
químicos y semillas OGM producidas bajo estándares industriales
(McMichael, 2009). De este modo, la producción de alimentos, ligada a la
descampesinización del mundo, va de la mano de una lógica de producción
cada vez más artificial y dicotómica con el medio ambiente; asimismo,
proviene de una historia de colonización que ha destruido la producción
local, sus propios conocimientos y culturas asociadas a la producción de
alimentos. Finalmente, pero no menos importante, ha generado un proceso
de erosión de la agrobiodiversidad asociada a la homogeneización de
consumo de alimentos que caracteriza nuestra alimentación en la
actualidad. Todos estos temas están conectados y más aún, pues se
contienen mutuamente y no se los puede separar.
En cuanto a la
pérdida de agrobiodiversidad, tenemos que a lo largo de miles de años de
actividad agrícola se han manejado alrededor de 7 mil especies
agrícolas y varios miles de tipos animales. Sin embargo, según datos del
Convenio de Diversidad Biológica, sólo quince variedades de cultivos y
ocho de animales representan el 90% de nuestra alimentación actual
(GRAIN, 2011).
Este hecho está unido, también, a la pérdida de
cultura y conocimientos ecológicos de cómo vivir y trabajar con los
ciclos naturales mediante la disolución de la agricultura diversificada,
prácticas ambientalmente adecuadas y con mejores rendimientos que la
producción especializada industrial (Weis, 2007; Altieri, 2008; IAASTD,
2008). Como ya mencionamos en otro ensayo, la pérdida de
agrobiodiversidad no puede separarse de la erosión cultural. La
homogeneización de la alimentación es un proceso ligado a la
homogeneización cultural. Pero esto es más complejo de lo que parece
pues esta homogeneización cala al interior de cada ser humano, en sus
características biológicas y genéticas. Nos explicamos: en tiempos de
diversidad agrícola y de alimentos, los campesinos desenvolvían su
identidad de acuerdo al medio en el que vivían, el cual les
proporcionada la opción de producir variedad de alimentos propios del
ecosistema específico que les cobijaba. Este proceso de adaptación y
complementación entre las poblaciones humanas, los alimentos y el medio
ambiente, que se han erigido a lo largo de generaciones, ha tenido como
producto una evolución biológica que ha permitido el nacimiento de los
grupos sanguíneos por ejemplo. Así, tenemos que el grupo sanguíneo “O”,
que es el más antiguo, procede de las poblaciones de
cazadores-recolectores. Posteriormente, en este proceso de adaptación,
las poblaciones comenzaron a sedentarizarse y a cultivar y domesticar
animales, cambiando su alimentación y por ende, se dio lugar a los
grupos “A” y “B”.
Estos procesos de adaptación son muy
importantes y se han ido edificando y solidificando en largos y
representativos periodos de tiempo, junto a las prácticas propias de
cada población y ecosistema, construyendo las estructuras sanguíneas y
biológicas de las poblaciones, en base a la variedad de
agrobiodiversidad. Mencionamos este suceso pues es determinante en tanto
la introducción abrupta y violenta de la lógica de mono-producción
capitalista-agroindustrial, está derrumbando y rompiendo con la
identidad y estructura biológica de los seres humanos constituida por
generaciones, para dejarle una sola opción: la de homogeneizarse de
acuerdo a la producción masiva de unos cuantos alimentos, contados con
los dedos de la mano y desatando un problema mayor de salud pública
basado en el surgimiento de distintas enfermedades asociadas a este
paradigma de alimentación.
Si bien la agroindustria puede
alimentar a la totalidad de la población y no lo hace, tal como
mencionamos al inicio de este artículo, la contradicción no se reduce a
ello: al hambre, sino que descansa, también, en la erosión de la salud
del ser humano y sus estructuras biológicas, de acuerdo a intereses
netamente corporativos de cooptación de la cadena alimenticia global.
Estamos ante un proceso de colonización que va más allá del ámbito
ideológico y descansa en el control del ser humano a través del
estómago. La homogeneización de la oferta alimenticia recae en la propia
homogeneización biológica y de identidad del ser humano.
Referencias:
Altieri, M. 2008. Small farms as a planetary ecological asset: five key
reasons why we should support the revitalisation of small farms in the
Global South. Food First. Available from:
http://www.foodfirst.org/en/node/2115
Davis, M. 2001. Late Victorian holocausts. El Niño famines and the making of the Third World.London: Verso.
Friedmann, H. and A. McNair. 2008. Whose rules rule? Contested projects
to certify ‘local production for distant consumers’. Journal of
Agrarian Change, 8(2–3), 408–34.
GRAIN, Food and Climate Change: the forgotten link. http://www.grain.org/article/entries/4357-food-and-climate-change-the-forgotten-link
Madeley, J. 2000. Hungry for trade.
McMichael, P. (2009): A food regime genealogy , The Journal of Peasant Studies, 36:1, 139-169
Walker, R. 2004. The conquest of bread. A hundred and fifty years of agribusiness in California. New York, NY: New Press.
Weiss, T. 2007. The global food economy. The battle for the future of farming. London: Zed Books.
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Written By Unknown on lunes, marzo 18, 2013 | lunes, marzo 18, 2013
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