Por: Alfredo Molano Bravo.
Si no hubiera sido porque
pusieron las Facultades de Sociología y de Psicología de la Universidad
Nacional en el mismo edificio de Ciencias Humanas, no habría conocido a una
estudiante de Psicología de ojos picantes y labios siempre húmedos. Bonita ella. Vivía en el norte y cogíamos bus juntos. Tenía varios hermanos, a uno
de los cuales llamaban con cariño Mindo. Pasé una navidad en casa de ellos y
ahora me veo echándole el carretazo sobre Camilo, que ya se había enmontado. Mindo estaba en IV bachillerato. En junio de 1966,
organizamos un grupito para bombardear —con bombas de caucho llenas de anilina
roja— las grandes vallas publicitarias de la candidatura de Lleras Restrepo.
Quedaban como manchas de sangre en la cara del futuro presidente. Fue la
primera acción clandestina de Guillermo Sáenz, conocido años después con el
nombre de guerra de Alfonso Cano.
Estudió Antropología en la
Nacional y conversábamos con frecuencia. Le gustaban el cine y la salsa.
Militaba en la Juventud Comunista y discutíamos mucho y, a veces, hasta
acaloradamente. Él tomó su rumbo y yo el mío. Después de
pagar unos meses de cárcel por un material que le encontraron se fue para la
guerrilla, amnistiado por Betancur. Fue uno de los cuadros urbanos que se integraron a las
Farc junto con Raúl Reyesy Timoleón Jiménez.
Marulanda y Jacobo habían
visto la necesidad urgente de cuadros intelectuales en la guerra. Ellos
cumplieron un papel destacado en los Acuerdos de La Uribe con Belisario. Fue justamente en esos días
cuando me invitó a La Caucha, campamento del Secretariado, del cual ya él era
miembro. Conocí entonces a Jacobo y
a Marulanda, y por su mediación Manuel me dio una entrevista. Yo quedé muy
impresionado de la personalidad de estos jefes que mandaban un verdadero
ejército a sólo 80 kilómetros de Bogotá. Alfonso era el consentido de Jacobo, así como Timo lo era
de Marulanda.
Después,
cuando tratábamos con el gobierno de Samper de tener un acercamiento con las
Farc, lo encontré en Jardín de Peñas, al sur de La Macarena. Hacía curso, digamos,
de comandante militar, guapeándole al Ejército Nacional. Se mostró muy
pesimista de que el Gobierno se atreviera a despejar a La Uribe para tentar un
acuerdo. No obstante, la
cosa estuvo cerca, pero se atravesó el general Bedoya —que no creo que en paz
descanse— y Samper no tenía con qué botarlo como botó Betancur a Landazábal.
Más tarde volvimos a encontrarnos en río Palo, cuando tratábamos desde la
Consejería de Paz de hacer un acuerdo con el grupo Bateman Cayón, disidente del
M-19. Tampoco se pudo por la misma razón. Alfonso era ya
un convencido de un buen arreglo. Volví a verlo en Caracas, como jefe de la
representación de las Farc en otro intento fallido de conciliación. Un mes
antes del bombardeo que ordenaron Gaviria y Pardo contra el Secretariado,
estuvimos bregando en el Rincón de los Viejos para tratar de acortar la
distancia entre el número de delegados a la Constituyente del 91 que pedían las
Farc y los que ofrecía el Gobierno. Nada se pudo. Gaviria quería el trofeo,
pero en vez de un Secretariado, la operación Centauro II logró que se crearan
siete Secretariados y 61 frentes de guerra.
La última vez que lo vi fue en
San Vicente del Caguán, durante las conversaciones con Pastrana, sobre las que
mostró marcado escepticismo. En un reportaje para El Espectador, le pregunté: Alfonso, ¿usted todavía cree en la socialización de los
medios de producción y la dictadura del proletariado? Me respondió: “Mientras
haya lucha de clases violenta, no habrá otra alternativa”.
Cuando
cayó en Suárez, Cauca, el 4 de noviembre de 2011, mientras las conversaciones
de paz con Santos eran aún confidenciales, el obispo de Cali, monseñor
Monsalve, preguntó: “¿Por qué no trajeron vivo a Alfonso Cano, cuando se dieron todas las condiciones de
desproporción absoluta y de sometimiento y reducción a cero de un hombre de más
de 60 años, herido, ciego y solo?”.
Algún día se sabrá cómo fue esa cacería y
quién la autorizó.
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