por JOAQUÍN ROBLES ZABALA | 2017/10/04
Cuando Jorge Enrique Vélez asegura que “no vamos a negociar nuestros principios”, la pregunta que surge es ¿a qué principios hace referencia? A los de Kiko Gómez, a los de Oneida Pinto, o a los de la familia García en Cartagena, amigo personal del parapolítico Javier Cáceres Leal.
Michael Moore es quizá el cineasta estadounidense cuyas opiniones causan más polémicas y sus pronósticos sobre política casi nunca fallan. Aseguró en un artículo que el magnate de las inmobiliarias ganaría las elecciones presidenciales de los Estados Unidos en el momento en que todas las encuestas daban como ganadora a Clinton, y seis meses después sus palabras se hicieron realidad. ¿Brujo? No. ¿Premonición? Tampoco. Para opinar sobre lo que nos podría deparar el futuro solo hay que observar el presente. Moore es, sin duda, un visionario porque tiene la capacidad de observar los detalles. Y en los detalles está la historia, afirmó el británico Edward Gibbon.
Moore ha encendido nuevamente la polémica al declarar sobre la defensa que la Asociación Nacional de Rifle de EE.UU., NRA, hace de las armas: “No son las armas las que matan a la gente, sino los estadounidenses los que matan a la gente”. Y agregaba que ningún país del mundo tiene más pistolas, revólveres y fusiles en manos de civiles que el suyo. Y no es solo porque la Segunda Enmienda de la Constitución Nacional de los Estados Unidos de América proteja el derecho de los ciudadanos a poseerlas y portarlas, sino porque detrás de la compra-venta de las armas de fuego lo que se dilucida es un negocio jugosamente rentable que deja en manos de los fabricantes millones y millones de dólares cada año.
De lo anterior se puede colegir que lo que defiende la NRA no es solo el derecho del ciudadano a portar un revólver, un fusil o una pistola, sino también el derecho de las empresas fabricantes a hacerse ricas, sin detenerse en las muertes por arma de fuego de una o cincuenta personas a manos de un psicópata, protegido por la Segunda Enmienda que le da el derecho a salir armado a la calle.
En Colombia, el derecho a portar armas de fuego está regulado por el Estado, pero no así el de fomentar la guerra y la pobreza. La paz, ya lo sabemos, es un derecho fundamental para la vida, quizá el más importante después de la salud y el trabajo. Pero, al parecer, los intereses particulares de nuestros políticos (así como el de los fabricantes de armas gringos) están por encima de ese estadio universal que es la tranquilidad física y emocional de los ciudadanos. Hacer la guerra es mucho más fácil que llegar a la paz, sentenció el presidente Santos al inicio de las negociaciones con las Farc, emulando sin duda al estadista británico Sir Winston Churchill. Hacer la paz es como robarle la comida a una fiera salvaje, mientras que hacer la guerra es tan fácil como quitarle el caramelo de las manos a un niño.
Lo quiera aceptar o no la “oposición”, representada en estos partidos políticos que tanto daño le han hecho al país, lo que hizo Santos fue robarle la presa a un león furioso, armado con 30 centímetros de cuchillas en forma de garras y unos colmillos tan afilados como navajas. Lo que está haciendo el Centro Democrático y el otro partido mafioso que lidera Germán Vargas Lleras es, a manera de analogía, robarle el helado a un niño que camina distraído por un parque. Tremenda hazaña. Sería lo equivalente no solo a ponerle el palito en la rueda a los casi siete años de negociación con las Farc, sino también utilizar la desinformación como “caballito de batalla” para ganar votos para las próximas presidenciales. Es decir, meterle la “mano negra”, que referencia el compañero Jorge Gómez Pinilla en su columna de El Espectador, a la carrera por la Casa de Nariño, como lo hicieron el año pasado con el plebiscito.
Para ser claro, a estos señores no les interesa ni un milímetro que la guerrilla del ELN, o los Urabeños, o cualquiera de estos grupos delincuenciales, armados hasta los dientes, maten policías o soldados, como tampoco le interesa a la industria armamentista estadounidense que un psicópata dispare indiscriminadamente contra los asistentes a un evento musical. No le interesa al CD ni a Cambio Radical que el campesino y el hijo del campesino sufra las consecuencias de la guerra. Su imperativo categórico, ya lo hicieron saber, es hacer trizas el acuerdo de paz si por esas vainas de esta Colombia macondiana y desmemoriada el ventrílocuo del que diga Uribe llega a la Presidencia de la República.
Cambio Radical es sin duda el partido político que en la última década de la historia republicana de Colombia ha avalado a más delincuentes a cargos públicos que ningún otro. Tiene en la cárcel tanto gobernadores, alcaldes, concejales y congresistas como Álvaro Uribe Vélez tiene amigos y exfuncionarios tras las rejas. Por eso no debe sorprendernos que Germán Vargas y su tropa de políticos corruptos se opongan a la implementación de la Jurisdicción Especial para la Paz.
Tampoco que el presidente del adefesio, el señor Jorge Enrique Vélez, se muestre en completo desacuerdo con el órgano que, de ahora en adelante, se encargará de impartir justicia a los exguerrilleros, exmilitares y parapolíticos que apoyaron y se beneficiaron de una cruenta guerra que dejó cientos de muertos y numerosas masacres.
Cuando Jorge Enrique Vélez asegura que “no vamos a negociar nuestros principios”, la pregunta que surge es ¿a qué principios hace referencia? A los de Kiko Gómez, a los de Oneida Pinto, a los de la familia García en Cartagena, o a los de Javier Cáceres Leal, el flamante parapolítico que fungió como presidente del “honorable” Senado de la República. No olvidemos que entre 2012 y 2015 la Procuraduría General de la Nación les impuso 350 sanciones a miembros de ese partido y dejó por fuera de sus cargos a más de 50 en todo el país.
Por eso resulta difícil entender la posición de Rodrigo Lara, cuyo padre luchó hasta la muerte por llevar a la cárcel a ese abanico de delincuentes asociados con el narcotráfico. No se entiende que el hijo del hombre que fue asesinado por políticos corruptos, en asocio con Pablo Escobar y sus amigos del cartel de Medellín, sea la voz cantante de un partido con una extensa historia criminal.
La otra pregunta que habría que hacerse es ¿por qué el Centro Democrático y el partido del presidenciable Vargas Lleras odian tanto a la JEP, un organismo que solo buscará poner en la mesa la verdad sobre los crímenes de un conflicto que aún no termina? No olvidemos que Germán Vargas fue investigado penalmente por la Corte Suprema de Justicia por su presunta asociación con las Autodefensas Unidas de Colombia, y, por supuesto, salió a declarar ante los medios de comunicación que todo se trataba de un complot en su contra. Lo mismo dicen los uribistas señalados de parapolítica. La JEP, no lo olvidemos, es a los políticos y empresarios colombianos lo equivalente al coco para los niños malcriados: no creen en él, pero le temen como al Diablo.
Parodiando a Moore, habría que decir que no son solo los partidos colombianos los que llevan a los políticos mafiosos a ocupar cargos de importancia en la administración del Estado, sino también los ciudadanos que parecen ver el bosque pero no los detalles que, según Gibbon, son la esencia de la historia.
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