Cada semana se cierra con un líder social menos. El Gobierno, ensimismado en su cinismo, se niega a aceptar el carácter sistemático de la violencia contra las personas que hacen demandas. Ante el Estado colombiano, son demasiados los factores que contribuyen a los asesinatos en cuestión. Para los burócratas encargados, no hay un plan predecible y coordinado en el territorio nacional que explique por qué las muertes selectivas.
Esta semana Bernardo Cuero fue baleado en su casa, en el barrio Villa Esperanza del municipio de Malambo, Atlántico. Cuero se desempeñaba como fiscal nacional de una asociación nacional de afrocolombianos desplazados, conocida como Afrodes. Era una víctima que se decidió por la política comunitaria, de base, pacífica, sin armas y en beneficio de otras víctimas. También desplazadas. Era una víctima convertida en trabajador comunitario que como tantos otros pedía protección y algo más que un chaleco antibalas. Era un líder social.
Y los líderes sociales, habrá que repetirlo al oído de los ministros, viceministros y fiscales que se niegan a prender las alarmas, no solo son fundamentales en sus zonas de influencia. Los líderes movilizan, divulgan información, entienden y ayudan a crear el lenguaje diferencial, son, en últimas, coautores de la política pública del posconflicto.
Acá no solo pierden los familiares y las valiosísimas redes de aprendizaje creadas por cada líder social. Escudándose en la ausencia de un directorio telefónico con el nombre y los datos exactos de todos los líderes que incomodan o que están por incomodar, un libreto por supuesto inexistente, el Estado también renuncia a proteger a las personas que se han formado en años de zozobra para tenderle una mano a la institucionalidad.
El mismo Estado que dejó pasar el exterminio de la Unión Patriótica y que tampoco se movió a tiempo para evitar el asesinato en masa de sindicalistas no le puede faltar, una vez más, a los líderes sociales que ejercen la ciudadanía más allá de su victimización
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