Escrito por Gabriel Angel
Tenemos pendiente ese abrazo fuerte y prolongado, esa explosión de felicidad que seguramente se acompañará de lágrimas de dicha.
Querida mamá:
Esta mañana escuché una canción con la que gozaba en mi juventud. Se llama Flor de Mayo, de Héctor Zuleta, el menor de esos hermanos que cayó asesinado cuando apenas el mundo comenzaba a conocer de su genio musical. La interpretaba Jorge Oñate. Mi mente viajó años atrás, siempre a mayo, ese mes que conocimos desde siempre como dedicado a las madres. Y claro, en esa vuelta atrás, estaba usted presente, mi vieja, todo el tiempo.
Recordé que de niño, corriendo por un andén de la calle 40 sur hacia la 23, feliz por la velocidad que alcanzaba en el descenso, de repente caí al piso apenas bajé a la calzada. Retengo la visión de un auto a mi derecha aproximándose a toda velocidad. Nunca supe si me golpeó o frenó a tiempo, pero conservo en la mente que unos segundos después iba en brazos de mi hermano mayor, Miguel, rodeado de varios de sus amigos y rumbo a casa, en medio de expresiones adoloridas y preocupadas. Cuando vi el rostro suyo lleno de angustia al recibirme, tuve claro que nada me pasaría, porque estaba ahora en manos de mamá y ella sabría protegerme como nadie.
En casa, al bajar por la escalera del segundo piso al primero, había un poyo en el que usted tenía dispuesto un cuadro de la Virgen de Fátima, a la que todo el mes de mayo prendía velas en señal de adoración. Cada noche de ese mes debíamos rezar el rosario, una larga cadena de padrenuestros y avemarías dedicados según el día a no recuerdo qué clase de misterio. Cuánto me aburría aquello, entre otras cosas porque creo que nunca vi una acción de la Virgen a nuestro favor. Ahora que lo pienso mejor, se me ocurre que tal vez por obra de aquellos rosarios infinitos, estemos vivos aún y podamos comunicarnos. Usted y papá siempre estaban encomendándonos a la Virgen. Tantas décadas de ruegos o energías bien pueden haber producido ese efecto.
Este día de mayo representa en mi vida la fecha de su cumpleaños. Siempre ha sido así durante más de medio siglo, desde que tengo conciencia de mis actos. Hasta donde recuerdo, desde el año 1983, en aquellos días de octubre en que le anuncié con crueldad juvenil mi decisión de marcharme de casa a buscar otros vientos, indiferente a su mueca de dolor y a la tristeza de sus ojos asombrados, nunca pude estar presente en casa para esa fecha. No pude reunirme más con mis hermanos a cantarle el cumpleaños feliz, perdí esa dicha por más de treinta años. Tampoco será posible esta vez, aunque quizás pueda llamarla, escribirle o recibir alguna fotografía del festejo familiar. Espero que así sea, esta vida que llevamos siempre me privó de muchas cosas bellas.
También aprendí desde la infancia que este mes está dedicado a las madres. Jaime, el segundo de mis hermanos varones, mi impuso desde mi entrada a San Bartolomé a cursar el preparatorio, como llamaban allá al quinto de primaria, que todos los días debía aportar una parte de mi mesada, que era muy escasa por nuestra condición, a fin de ahorrar para que entre juntos pudiéramos hacerle un regalo de cumpleaños, que por lo regular coincidía con el día de las madres o se aproximaba mucho a él. Así lo hicimos durante los primeros años setenta, hasta cuando él se graduó de bachiller. Algún perfumito barato, con un empaque de laca para el cabello y quizás un lápiz labial envueltos en papel de regalo, junto con una tarjeta bonita, constituían el presente que le entregábamos ese día, orgullosos de haberlo conseguido y de arrancar de su rostro una sonrisa conmovida, mientras nos estrechaba en sus brazos y besaba nuestras frentes.
Por lo regular se preparaba un almuerzo especial en esas fechas, y hasta papá y los mayores, con alguna visita inesperada, celebraban bebiendo algunas cervezas o tragos de aguardiente, mientras sonaban en la radiola canciones de Garzón y Collazos, que a usted la estremecían recordándole ese viejo Tolima del que toda la vida se sintió orgullosa, pese a haber salido muy niña de allá. Fui yo el que incorporó el vallenato al repertorio familiar, después de que la vida me llevó de la mano a conocer Valledupar y entablar allá lazos entrañables de cariño. Entiendo que desde entonces, y durante mi larga ausencia, esas canciones le han llevado a su mente mi recuerdo.
Fueron años muy bellos aquellos de las parrandas en casa. Nueve hermanos, una sola de ellos mujer, nos reuníamos a celebrar cualquier cosa y la cuestión se prolongaba hasta el amanecer. Julio Jaramillo y José Alfredo Jiménez también solían sonar en nuestra radiola, junto a baladistas famosos como Leonardo Fabio, José Luis Perales, Rocío Durcal y Juan Gabriel. Me enteré que hoy volverán a reunirse todos, otra vez sin mi presencia, añadiendo cada uno su porción de hijos e hijas, en una creciente lista de sobrinos y hasta de hijos de estos. Ojalá escuchen a Ricardo Ray, al Conjunto Clásico, a Los Graduados y a Los Hispanos, a Gabriel Romero, a Diomedes Díaz y a los Hermanos Zuleta. Cuánto me gustaría estar allá, pero los tiempos aún no nos alcanzan.
Nunca dejé de pensar en usted durante estas décadas. Cada vez que traté una madre cualquiera, de la ciudad o el campo, reservé para ella el más grande respeto porque de algún modo me la recordaba a usted. Creo que por eso no me fue difícil ganar su cariño. Muchas veces he llegado a recibir de mujeres mayores el mismo amor que le profesaban a sus hijos. Las he querido mucho también. En el fondo de la mirada de cada una de ellas solía descubrir el brillo de sus ojos.
Usted estaba en la alegría de cada madre de guerrilleras o guerrilleros que casualmente nos recibía en su casa al pasar por ahí en nuestro trasegar. También en las mujeres sencillas del campo que nos apoyaban y trataban con tanto amor. Igual en las guerrilleras que tenían hijos o hijas y que los recibían por fin un día en los campamentos, tras varios años de separación, y en esos días estaban felices porque podían tener a su criatura con ellas.
El amor de cada madre del mundo es idéntico al suyo. Recuerdo cuando usted hablaba del corazón de una madre, y cómo éste sentía siempre lo que le sucedía a sus hijos por más lejos que se hallaran. Vi a muchas madres sufrir la desgracia de haber perdido a sus hijos, guerrilleros o civiles asesinados, y no dejaba de repetirme que debía cuidarme mucho para nunca ir a ocasionarle un dolor semejante. En la prensa aparecían fotos de madres de soldados que lloraban sus hijos caídos en la guerra. También aquello, pensando en usted, me estremecía en lo más íntimo.
Aprendí a consolarme con la esquiva ocasión de poder verla muy de vez en cuando, primero cada dos o tres años, luego cada cinco y finalmente cuando después de más de quince pude darle un abrazo que envolvía la más grande felicidad del mundo. Cada reencuentro me resultaba inolvidable, pese a que llegado el momento de la separación, comenzaba a verla sufrir en silencio hasta contemplar con el alma destrozada, cómo se deshacía en llanto porque me llegaba el momento de partir y nunca sabíamos si volveríamos a vernos de nuevo. Siempre me dolieron en lo más profundo esos instantes. Más cuando estaba papá, ese hombre valiente y noble que jamás derramaba una lágrima, pero que en esos instantes resultaba incapaz de dominar su pena, y con sus ojos acuosos y enrojecidos me abrazaba enternecido por la emoción.
Pero no creo que sea esta la ocasión para recordar horas tristes. Cuando salí de casa era un joven soñador de casi 25 años que abrazaba a su madre de 50. Hoy las canas han tornado gris mi cabeza y usted cumple los 84. Tengo dos hijas muy bellas que creo la visitan con alguna frecuencia y que por su parecido a mí deben mostrarle el lado bello de la vida. Cada una tiene ya su descendencia y sé que al abrazarla a ella o él, siente latir la sangre de la familia prolongándose en el tiempo y llena de esperanzas. La madre de mis hijas también me la recordó siempre a usted, por la dedicación total que durante tantos años de soledad absoluta empleó callada en levantarlas. También mi hermana, esa especie de clon suyo a la que quiero tanto como a usted.
Algo hacemos en nuestro pasar por el mundo, nuestras huellas quedan, la herencia se transmite en seres nuevos cuyas sonrisas conservan la misma pureza de la suya. Pese a las distancias y adversidades conservamos los afectos incólumes, nada ha podido afectarlos, seguimos siendo la familia de papá y mamá, aunque él se haya ido adelante, seguro con la intención de prepararlo todo allá, para cuando volvamos a encontrarnos lo hagamos con el mejor confort posible. Tenemos pendiente ese abrazo fuerte y prolongado, esa explosión de felicidad que seguramente se acompañará de lágrimas de dicha. Anhelo con toda el alma que llegue ese momento.
Por ahora le envío mi saludo de cumpleaños, de día de las madres, esperando que estas letras contribuyan a acrecentar su alegría, a prolongar por muchos años su santa vida, a fin de que cuando me sea posible volver al hogar, podamos sentarnos a conversar durante largas horas, a disfrutar de sus deliciosos platos cuyo sabor nunca encontré en ninguna parte, a respirar de nuevo ese aire de paz y protección con el que de niño siempre conté a su lado.
Seguro que merezco un regaño por el sufrimiento que les pude haber causado. Lo recibiré muy juicioso, con el corazón del hijo pródigo que vuelve humilde a la casa de quienes lo vieron nacer. Sin las ideas de amor por los demás, de bondad y justicia que me inculcaron allí, la vida no me habría llevado a convertirme en el quijote que terminé siendo. Desde la enorme distancia que nos separa le envío el abrazo más intenso y caluroso de la vida, los besos de mayor cariño en esa frente linda que quizás sin mi ausencia se hubiera arrugado menos, mis más puros sentimientos de adoración y obediencia. La quiero mucho, mamita. Estoy allá con ustedes aunque mi cansado cuerpo esté acá. Que Dios y la Virgen me la conserven por mucho tiempo más.
Pronto nos reuniremos, para poder cuidarla como se merece. Y para que por encima de mis años y cicatrices pueda volver a contar con la dicha de ser cuidado de nuevo por mamá.
Eternamente,
Su hijo.
La Habana, mayo de 2017.
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