Traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo |
Introducción
El militarismo de Estados Unidos ha crecido exponencialmente a lo largo de las dos primeras décadas del siglo XXI, amparado tanto por los presidentes demócratas como por los republicanos. La histeria con la que los medios de comunicación de masas se han hecho eco del aumento del gasto militar del presidente Trump ignora deliberadamente la enorme expansión que tuvo el militarismo, en todas sus facetas, bajo la presidencia de Obama y de sus dos predecesores, Bill Clinton y George Bush hijo.
En este artículo procederemos a comparar y analizar el ininterrumpido aumento que ha experimentado el militarismo en los últimos diecisiete años. Luego demostraremos que el militarismo es un rasgo estructural esencial mediante el cual el imperialismo estadounidense se inserta en el sistema internacional.
Militarismo
Los enormes incrementos en el gasto militar han sido una constante con independencia de quién fuera el presidente de EE.UU. y de la retórica utilizada en campaña sobre el recorte del gasto militar para dedicar más recursos a la economía interna.
Bill Clinton incrementó el presupuesto bélico de 302.000 millones de dólares (m$) en 2000 a 313.000 m$ en 2001. Bajo el presidente Bush hijo, el gasto militar se disparó de 357.000m$ en 2002 a 465.000 m$ en 2004 y a 621.000m$ en 2008. Bajo el presidente Obama (el “candidato de la paz”), el gasto militar siguió creciendo de 669.000m$ en 2009 a 711.000m$ en 2011 para luego “aparentemente” descender a 596.000m$ en 2017. En la actualidad, el recién instalado presidente Trump ha solicitado un incremento hasta los 650.000m$ para 2018.
Es necesario clarificar algunas cosas: el presupuesto militar de Obama en 2017 no incluía el coste de diversos departamentos del gobierno “relacionados con la Defensa”, entre ellos el aumento de 25.000m$ para el programa de armas nucleares del departamento de energía. El gasto militar total de Obama para 2017 ascendió a 623.000m$, es decir, 30.000m$ menos que la propuesta de Trump. Además, el presupuesto asignado por Obama a las Operaciones de Contingencia en el Exterior (OCO, por sus siglas en inglés), que no se incluye en las propuestas presupuestarias anuales, se disparó durante su mandato. Esta partida se destina a pagar las guerras de EE.UU. en Afganistán, Irak, Siria, Yemen, Libia y muchos otros países. La realidad es que, en sus ocho años de presidencia, Obama superó en más de 816.000m$ el gasto militar de George Bush hijo.
El aumento del gasto militar propuesto por Trump está en consonancia con la trayectoria del presidente demócrata, al contrario de lo que afirman los medios de comunicación de masas. Claramente, tanto demócratas como republicanos han aumentado tremendamente su dependencia del ejército como fuerza impulsora del poder mundial. El presupuesto bélico de Obama incluyó 7.500m$ para “operaciones contra el ISIS” (un aumento del 50%) y 8.000m$ para la ciberguerra y el (contra)terrorismo, pero el mayor incremento fue el destinado a aviones de combate indetectables por radar, submarinos nucleares y portaaviones, claramente destinados a enfrentamientos con Rusia, China e Irán. Las tres cuartas partes del presupuesto fueron destinadas a la Armada y la Fuerza Aérea.
Bajo la presidencia de Obama, la escalada de armamento no tuvo como objetivo el combate contra “grupos terroristas” sino contra China y Rusia. Washington tiene la determinación de llevar a la bancarrota a Rusia, con el fin de retornar al vasallaje de la época anterior a Putin. La feroz campaña de la CIA (Obama) y del Partido Republicano contra Trump se fundamenta en su apertura hacia Rusia. La clave para alcanzar la dominación unipolar que EE.UU. lleva décadas intentando lograr depende ahora de que pueda despojar a Trump de su poder y de su gabinete, los cuales se considera que socavan, parcial o totalmente, la estructura del imperialismo estadounidense basado en la potencia militar que han intentado lograr las previas cuatro administraciones.
Aparentemente, el incremento del gasto militar de Trump responde a que quiere convertirlo en una “baza de negociación” de su plan para expandir las oportunidades económicas estadounidenses, llegando a acuerdos con Rusia y renegociando el comercio con China, Asia Oriental (Singapur, Taiwán y Corea del Sur) y Alemania, países acreedores de la mayor parte del déficit comercial anual de Estados Unidos, cifrado en cientos de miles de millones de dólares.
Los repetidos contratiempos de Trump, la presión constante ejercida sobre los cargos que ha nombrado y los estragos que han causado en todas las facetas de su persona y de su vida personal los medios de comunicación de masas, a pesar del ascenso histórico del mercado de valores, indican la existencia de una profunda división en el seno de la oligarquía estadounidense sobre el manejo del poder y sobre “quién gobierna”. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial no habíamos presenciado unas divisiones tan fundamentales en torno a la política exterior. Las anteriores discusiones partidistas han quedado desfasadas. La prensa financiera (el Finantial Times y el Wall Street Journal) está descaradamente alineada con los militaristas, mientras que los agentes financieros de Wall Street respaldan los programas internos favorecedores del empresariado y la apertura conciliatoria con Rusia y China. La mayor parte de la maquinaria de propaganda, es decir, los llamados laboratorios de ideas o think tanks, con sus establos de académicos, “expertos”, editorialistas e ideólogos liberales y neoconservadores, promueven una agresión militar contra Rusia. Mientras tanto, los medios de comunicación populistas, los seguidores de base de Trump, los empresarios nacionales y las cámaras de comercio del país presionan para conseguir rebajas fiscales domésticas y medidas proteccionistas.
El ejército está a favor de Trump y de su concepto de guerras regionales que logren beneficios económicos. Por el contrario, la CIA, la Armada y las Fuerzas Aéreas, que se beneficiaron enormemente con los presupuestos bélicos asimétricos de Obama, buscan una política de confrontaciones militares globales con China y Rusia y múltiples guerras contra sus aliados, como Irán, sin considerar la devastación que provocarían tales políticas en la economía interna.
El concepto de imperialismo de Donald Trump se basa en la exportación de productos y la captura de los mercados, al tiempo que atrae el capital de las corporaciones multinacionales de regreso a Estados Unidos para que reinviertan sus beneficios (actualmente cifrados en más de un billón de dólares que se quedan en el extranjero) en el mercado interno. El nuevo presidente se opone a las alianzas económicas y militares que han incrementado el déficit comercial estadounidense, en contraste con las anteriores administraciones de militaristas que aceptaron gigantescos déficits comerciales y un gasto desproporcionado en intervenciones militares, bases en el exterior y sanciones contra Rusia y sus aliados.
El objetivo de Trump de obligar a que Europa Occidental contribuya económicamente con una mayor cuota de los gastos de la OTAN (reduciendo así la dependencia europea de los gastos militares estadounidenses) cuenta con el rechazo de ambos partidos políticos. Cada uno de los pequeños pasos acometidos por Trump para mejorar las relaciones con Rusia ha levantado la ira de los imperialistas militaristas que controlan las direcciones de demócratas y republicanos.
El imperialismo militarista ha ofrecido unas pocas concesiones tácticas a los aliados de Rusia: los acuerdos inestables con Irán y el Líbano y los endebles acuerdos de paz en Ucrania. Al mismo tiempo, Washington está ampliando sus bases militares desde las regiones nórdicas-bálticas hasta Asia. Y amenaza con apoyar golpes militares en Brasil, Venezuela y Ucrania.
La finalidad estratégica de estas acciones belicosas es rodear y destruir a Rusia como potencial contrapeso independiente a la supremacía global estadounidense.
Las políticas iniciales de Trump tienen como objetivo convertir Estados Unidos en una “fortaleza”: el aumento del presupuesto militar, el reforzamiento del poder policial y militar a lo largo de la frontera mexicana y en los estados del Golfo ricos en petróleo. La agenda de Trump pretende reforzar el poder del ejército en Asia y otros lugares con el fin de mejorar la posición económica de Estados Unidos de cara a una negociación bilateral con el objetivo de aumentar los mercados para la exportación.
Conclusión
Estados Unidos está presenciando una confrontación letal entre dos imperialismos muy polarizados.
El militarismo, la forma asentada del imperialismo estadounidense, está profundamente arraigado dentro del aparato permanente del Estado. En este se incluyen los 17 organismos de inteligencia, los departamentos de propaganda, la Armada y las Fuerzas Aéreas, así como el sector de alta tecnología y las élites económicas capitalistas que se han beneficiado de las importaciones extranjeras y de la mano de obra cualificada barata a expensas de los trabajadores estadounidenses. Su historial está repleto de guerras desastrosas, pérdida de mercados, reducción de los salarios, deterioro del nivel de vida y traslado de empleos bien remunerados al extranjero. En el mejor de los casos, lo único que han conseguido es asegurarse la lealtad de unos pocos regímenes vasallos débiles, pagando un precio enorme.
La pretensión del régimen de Trump de diseñar una alternativa imperialista se basa en una estrategia más sutil: utilizar el poder militar para mejorar el mercado laboral interno y conseguir el respaldo de las masas para realizar intervenciones económicas en el extranjero.
Ante todo, Trump es consciente de que no es posible aislar a Rusia de sus mercados europeos ni derrotarla mediante sanciones. Esto le ha llevado a proponer la negociación de un acuerdo global que permita tratos comerciales a gran escala, lo que favorecería a los bancos estadounidenses, así como a los sectores del petróleo, la agricultura y la alta industria.
En segundo lugar, Trump es partidario del “imperialismo social”, gracias al cual los mercados de exportación basada en la industria local, mano de obra y bancos estadounidenses producirían un aumento de los salarios y de los beneficios para las empresas y los trabajadores de este país. El imperialismo de EE.UU. no dependería de invasiones militares costosas y destinadas al fracaso, sino de “invasiones” del extranjero a cargo de las industrias y bancos estadounidenses que luego retornarían sus beneficios a EE.UU. para poder invertir e impulsar el mercado de valores ya estimulado por sus planes anunciados de desregulación y recortes fiscales.
La transición del presidente Trump hacia este nuevo paradigma imperial se enfrenta a un adversario formidable que hasta el momento ha conseguido bloquear su agenda y que amenaza con derribar su régimen.
Trump no ha sido capaz, desde el principio, de consolidar el poder del Estado, un error que ha socavado su administración. Aunque la victoria electoral le situó en la Oficina de la Presidencia, su régimen es solo un aspecto del poder del Estado, vulnerable a la erosión y destitución inmediata por parte de las ramas coercitiva y legislativa, determinadas a provocar su defunción política. Las otras ramas del gobierno están llenas de remanentes del régimen de Obama y de los anteriores y completamente comprometidas con el militarismo.
En tercer lugar, Trump no ha conseguido movilizar a sus partidarios entre las élites y a su masa de seguidores en torno a unos medios de comunicación alternativos. Sus “tuits de primera hora de la mañana” son un contrapeso muy débil al ataque concentrado de los medios de comunicación sobre su forma de gobierno.
En cuarto lugar, aunque Trump ha logrado algunos apoyos internacionales tras sus encuentros con gobernantes de Japón e Inglaterra, dio marcha atrás a sus negociaciones con Rusia, fundamentales para socavar a sus adversarios imperiales.
En quinto lugar, Trump no ha conseguido conectar sus políticas de inmigración con un programa eficaz para relanzar el empleo interno ni sacar a la luz y capitalizar las draconianas políticas antiinmigración puestas en marcha por la administración Obama, mediante las cuales se encarceló y se expulsó del país a millones de personas.
En sexto lugar, Trump ha fracasado a la hora de comunicar el vínculo entre sus programas económicos favorecedores del mercado y el gasto militar y su relación con un paradigma totalmente diferente.
Como consecuencia de todo ello, el éxito del ataque militarista liberal-neoconservador al nuevo presidente ha puesto en retirada su estrategia central. Trump se encuentra sometido a un asedio que lo pone a la defensiva. Aunque consiga sobrevivir a este ataque concentrado, su concepción original de “reconstruir” la política imperial y la política interna de EE.UU. está destruida y los pedazos de esta mezclarán lo peor de ambos mundos: Sin la expansión de los mercados exteriores para los productos estadounidenses y un programa de empleo interno que logre el éxito, las perspectivas de que Donald Trump vuelva a las guerras en el extranjero y abra paso a la caída del mercado no dejan de aumentar.
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