En las elecciones holandesas no ganó el cliché de la nación progresista, tolerante y ultramoderna que suele circular en imágenes de molinos bucólicos cada que el país es noticia. Ni se impusieron los coffee shops y las zonas de tolerancia, ni las ciclas y sus atléticos ciudadanos están en el origen de la defensa de la democracia liberal. Más que moral el triunfo fue político.
Lo que se traduce en que Geert Wilders, el populista con cara de malo de tira cómica, no llegó lo lejos que quería. Pero ahí sigue en su tarea de hacerle la vida imposible a los inmigrantes de origen marroquí, pues su partido llegó de segundo, con 20 escaños, atrás del liberal Mark Rutte, que consiguió 33 y ahora tendrá que negociar las condiciones de su liderazgo.
Aunque ganó el liberalismo de Rutte, también es cierto que su partido es el ala conservadora del espectro político. En sus mensajes previos a la contienda, Rutte probó suerte con el tema de los inmigrantes que supuestamente no se terminan de acomodar a los valores holandeses. Aun si no se coronó con sus ataques contra las mezquitas y el islam, que considera una ideología política y no una religión, Wilders impuso el lenguaje político de la campaña.
Hacia atrás se fueron los socialdemócratas en picada histórica y el mal llamado Trudeau de los holandeses, Jesse Klaver, fue la revelación desde el partido ecologista. No es un liberal como el canadiense, que le va al yoga y a las mineras extractivas por igual, pero es igualmente joven y esperanzador. A la medida de Ámsterdam.
En fin, con una participación política envidiable y con los animalistas, los pensionados y los democristianos por ahí, es un hecho que la variedad y el nivel de compromiso con el voto habla bien de los holandeses. Pero el fantasma de la xenofobia en Europa sigue ahí, a la espera de las legislativas alemanas y las presidenciales francesas.
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