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La verdadera cara de la falsa ideología de género

Written By Unknown on viernes, enero 06, 2017 | viernes, enero 06, 2017

Por ANDRÉS BERMÚDEZ LIÉVANO lasillavacía · 03 DE ENERO DE 2017
Desde hace poco menos de un año, María Concepción Pinzón tiene una nueva rutina. Todas las mañanas se levanta al alba a ponerle grano a su vaca lechera y maíz a sus 70 gallinas ponedoras.                
En realidad no es una rutina nueva, sino una que está recordando. Porque desde que hace 16 años salió desplazada por la ola de violencia que sacudió el Magdalena Medio santandereano, ella había abandonado su vida de campesina.
La acaba de recuperar gracias a un programa del recientemente extinto Incoder, que le dio una parcela de 2,5 hectáreas en una vereda de Cómbita –en el centro de Boyacá- y que la escogió por ser al mismo tiempo desplazada, adulto mayor y mujer cabeza de hogar.
Es decir, un énfasis muy parecido al que propone el punto agrario del Acuerdo de paz firmado con las Farc que tanta polémica generó este año a raíz de que sectores conservadores del 'No' -como el ex procurador anulado Alejandro Ordóñez que sigue diciendo que está 'encriptado' en el texto- promovieron la idea de que se trataba de una ‘ideología de género’. Miles de mujeres rurales como María Concepción se habrían visto sacrificadas si este enfoque se hubiera erradicado de los acuerdos como lo querían algunos promotores de iglesias cristianas.

Mujer, campesina y desplazada

Vestida con sombrero de cañaflecha, chaleco inflable y botas altas de caucho, María Concepción se sienta en un butaco y amarra con agilidad las patas traseras de su vaca. Su nariz rojiza y el color de sus cachetes delatan su exposición al áspero sol de las montañas de Cómbita, las mismas donde se hizo como ciclista Nairo Quintana.
“Los que somos del campo no somos de la ciudad. Que nos toque, para seguir adelante, es muy diferente. A mí me tuvieron 9 meses con un psicólogo clínico, porque es muy difícil pasar del verde a cuatro paredes”, cuenta mientras ordeña.
Esos meses de apoyo psicosocial son apenas una de las secuelas que le dejó el paso de la guerra por su vereda de San Rafael, a dos horas del pueblo santandereano de Rionegro. De allí salió con las manos vacías en 2000, como consecuencia de varios encuentros con la guerrilla y luego los paramilitares, que se saldaron con una tienda perdida –“el negocio ya no es suyo y se tiene que ir“-, un reclutamiento forzado y un episodio de violencia sexual en la familia.
Llegó a Tunja, donde comenzó a trabajar como líder de familias desplazadas y terminó convertida –cuando nació la Ley de Víctimas en el primer gobierno de Juan Manuel Santos- en la representante de todas las víctimas de Boyacá en la primera Mesa Nacional de Víctimas.
Gracias a ese liderazgo se enteró de un proyecto para mujeres rurales del recientemente extinto Incoder, que tenía bajo su ala el tema de acceso a tierras para campesinos hasta que nació recientemente la Agencia Nacional de Tierras.
Fue así como cuatro familias se juntaron y encontraron una finca que estaba en venta. Todos ellos campesinos, todos desplazados. Doña Carolina salió de Chiscas, en las faldas de la Sierra Nevada del Cocuy. Doña Elena, del Meta. Y don Ángel y su esposa del Magdalena Medio boyacense.
A María Concepción le tocó un lote con una casa abandonada, que poco a poco ha ido poniendo en pie. Con un subsidio para mejoramiento de vivienda que le dio el municipio de Cómbita, arregló una de las alcobas y el baño. Su nieto Jesús David de siete años y su hija María Salomé duermen en un colchón en el patio interno, al menos mientras terminan de cambiarle el piso de madera podrida al segundo cuarto.
Entre todos cuidan el pequeño bestiario que puebla los tres inclinados potreros: 70 gallinas ponedoras, una vaca que le da 7 litros de leche diariamente, un ternero, cinco gallinas criollas, cuatro ovejas y cinco conejos. Y atienden el pequeño cultivo de papa –sufrido tras el cruel verano de comienzos de año- y una minúscula huerta de espinaca, lechuga, repollo, acelga y zanahorias.
“Yo no sabía nada de papa, sino de maíz, yuca y ñame. Esto es todo un proceso. Lo que toca aprender es total”, dice María Concepción, mientras termina de cocinar un almuerzo –gallina criolla, papa chorriada, zanahoria- que para orgullo suyo es del todo casero.
“No podemos quedarnos mirando hacia atrás. Es difícil, no digo que sea fácil. Pero sí se puede”.

El rezago de las mujeres rurales y víctimas

Que miles de campesinas como María Concepción puedan tener oportunidades de progresar es una de las ideas del punto agrario en el Acuerdo de paz, que busca poner a las mujeres en el centro de las políticas públicas para el campo.
Por ejemplo, de cumplirse este punto del Acuerdo, ellas irían –junto con los desplazados- al comienzo de la cola de campesinos sin tierra que podrían recibir parcelas del Fondo de Tierras del posconflicto. Y que, además la tierra, deberían recibir un apoyo integral, desde vías terciarias y educación hasta la facilidad de consultar veterinarios.
Además, serían priorizadas a la hora de formalizar las escrituras, un proceso urgente para los miles de campesinos que sí tienen parcelas pero no sus títulos formales sin los cuales no pueden siquiera pedir un préstamo. También se estimularían las cooperativas agrarias de mujeres, se diseñaría un plan nutricional especial para mujeres embarazadas y se promovería que se formalice el trabajo en áreas como la artesanía o el turismo.
¿Pero por qué hacer una diferencia entre mujeres y hombres rurales?
Si le preguntan a María Concepción dice que “las más perjudicadas hemos sido las mujeres, quienes tomamos las riendas del hogar tras la muerte del marido o el hijo”.
En efecto, todos los indicadores para las mujeres -al menos en el campo- son más alarmantes. Como mostró la Misión Rural, las familias rurales encabezadas por una mujer son 8 por ciento más pobres, se ven más afectadas por el desempleo y tienen mayores probabilidades de tener tierras pero no escrituras.
“Esto va mucho más allá que el Acuerdo entre las Farc y el Gobierno. Lo que pasa es que el Acuerdo recoge el espíritu de la ley de la mujer rural y de políticas que ya existen, pero que casi no se han vuelto realidad. El proceso de paz los eleva a un lugar más importante”, dice Marina Gallego, la líder nacional de la Ruta Pacífica de Mujeres que reúne mujeres víctimas en todo el país y que ganó el Premio Nacional de Paz hace dos años. De hecho, de las 6 mil mujeres en la Ruta, un 40 por ciento vive en zonas rurales.
En el fondo, la ecuación que contempla el proceso de paz con las Farc es que si los campesinos son ciudadanos de segunda en Colombia, las mujeres del campo están –por múltiples razones- un peldaño más abajo.
“Dar oportunidades a las mujeres y eliminar las discriminaciones de género permitirá a las mujeres rurales explotar su potential productivo, incrementar el ingreso rural y unir a los hijos con sus madres”, explica la economista Ana María Ibáñez, una de las que más ha estudiado las condiciones de la mujer rural.
Una de sus investigaciones mostró, por ejemplo, que el ingreso promedio de una mujer campesina está apenas por encima de la mitad del de un hombre, a pesar de que –en promedio- tiene más años de educación.
A eso se suma que los indicadores sociales de las mujeres son mucho más dramáticos que en la ciudad: la tasa de embarazo adolescente es 10 puntos más alta y –como probó otro estudio de Ibáñez- las oportunidades profesionales son tan escasas que ellas están migrando a las ciudades en números mucho más dramáticos que los hombres.
Aunque María Concepción ya recibió su parcela en Cómbita, esos fueron precisamente las peticiones que le hizo al Gobierno y a las Farc. Su organización de desplazados, llamada Asopodescol, envió dos propuestas concretas a la mesa en La Habana: primero, que haya verdad para las víctimas, y segundo, que le den prioridad a las mujeres cabeza de familia en los programas de tierras y de generación de ingresos. Dos cosas que quedaron en lo firmado.
Es decir, que -como ella- las mujeres reciban semillas, clases en el Sena sobre cómo fabricar abonos o sembrar cercas vivas, y visitas de agrónomos como el que le enseñó cómo combatir la temida polilla guatemalteca que se come las papas por dentro.
“Esto es lo que me soluciona la vida, no solo económicamente sino también psicológica y emocionalmente, porque esto es de lo que yo sé vivir”, dice, guardando sus gallinas en el galpón alambrado mientras cae el atardecer.
“De aquí nos sacan con las patas pa’lante porque de aquí no me voy. Me voy el día que Dios me diga ‘Vente María’”.
 
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