Es paradójico, pero a medida que avanza el reconocimiento de las víctimas del conflicto armado algo se pierde en la textura de sus historias personales.
Por: Nicolás Rodriguez, El Espectador.
El problema no proviene de la incorporación de quienes anteriormente fueron marginados, pues de ahí la legitimidad política de todo el proceso. El dilema está, más bien, en la inercia hacia la victimización total de la sociedad con la que se adelantan las negociaciones.
De lograr que las Farc reconocieran su rol de victimarios hemos transitado a la reductora idea de que Colombia entera es su víctima. Es tal la fuerza del nuevo lenguaje de la victimización que alguien (que no hablaba de ningún tipo de violencia) escribió hace poco que no hay forma de escapar: nacer es ya de por sí ser una víctima. Está en los tiempos. Corre en los aires.
Por supuesto que las Farc han afectado la vida de muchas personas. La pregunta es si es necesario apropiarnos del dolor de sus víctimas para sacar adelante la paz. ¿Es acaso lo mismo pasar seis años secuestrado en una selva que nunca haber visto un guerrillero? Algo va de la empatía, que con seguridad es requerida, a la falsa suplantación.
Por lo demás, el concepto de víctima puede expandirse. Jurídicamente, todo es posible: una fecha muy cercana en la definición de quién será considerado “víctima”, como puede serlo la de 1985, se modifica con otra ley. Pero ¿moralmente? ¿Con qué autoridad moral le dice un bogotano a una mujer desplazada del Chocó que lo perdió todo, incluida su familia, que él también, y a su (esotérica) manera, es una víctima?
La paz trae consigo unas lógicas de banalización. En nombre de la paz se relativizan experiencias de vida traumáticas. Se las empequeñece. Se las hace digeribles. Hablamos mucho de la importancia de la verdad, pero lo cierto es que los espacios para construirla se reducen. La paz propuesta también nos lleva a un cierre.
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