Lo único peor que una oposición tan mala perdedora e incapaz de no reconocer que el presidente es de nuevo Santos, es una segunda administración que en el día de su discurso inaugural se la juega por una digna abuela a la que utiliza de la manera más forzada posible.
Por: Nicolás Rodriguez
Lo de la bancada uribista es preocupante. A la guerrilla le exigen el respeto de las instituciones liberales, pues son sagradas, pero no se pierden oportunidad alguna para ventilar que las elecciones fueron ilegítimas. Falta ver si las leyes de impunidad que proponen para los militares pueden ser entonces promulgadas desde un espacio en el que no creen. Como sea, las palabras de Uribe recuerdan a Laureano Gómez hablando del millón ochocientas mil cédulas falsas que habría en manos de los liberales a inicios de la época de la Violencia.
Si lo de Uribe era de esperarse, lo de doña Mechas y Juampa, desafortunadamente, también. La sola idea de armar una escena de paz y reconciliación a partir de doña Mechas es demasiado santista para ser espontánea. En vez de demostrar que el suyo es un proceso incluyente, la astucia surtió el efecto contrario: puso en evidencia lo maquillada que tiene que ser la realidad, vestido de azul cobalto incluido, para ser invitada.
El episodio de doña Mechas es, desde luego, anecdótico. Oír a Alfredo Rangel justificando los llamados de Uribe a la desobediencia es mucho más agresivo. Sin embargo, en la escogencia de doña Mechas hay algo de fondo: una actitud no sólo instrumental sino condescendiente. Cualquier otra abuela como las de la Plaza de Mayo en Argentina (las madres de Soacha, por ejemplo), que de verdad estuviese ahí para plantear una fractura, habría sido un símbolo de paz menos gratuito. Era una buena ocasión para repetir obviedades como que la paz es difícil y no se agota en un simple prendedor de paloma en la solapa de un vestido fino.
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