Valioso el informe presentado por Todd Howland,
el representante en Colombia de las Naciones Unidas para los Derechos
Humanos.
Por: Francisco Gutiérrez Sanín
Nadie podrá alegar que es un botafuegos
unilateral. Reconoció avances y criticó a todos los actores armados.
También fue plausible la reacción de varios representantes del Gobierno.
Por lo menos contrasta con la histeria crispada con la que a menudo se
han recibido reportes de este
tipo
,
que en un pasado no tan lejano era política oficial, pero que también
ha entrado en el repertorio de esta administración en momentos críticos.
Estoy
lejos de creer que el tono civilizado desde las alturas del poder “son
sólo palabras”. Por el contrario, constituye un hecho político
significativo. Pero limitado. Es la proverbial condición necesaria, pero
no suficiente, para arribar a una vida social mínimamente civilizada,
de la que Colombia está a años luz de distancia. Y mientras el tono
usado en las alturas no tenga alguna clase de reflejo en las duras
realidades de la vida local, seguiremos en las mismas. El ministro del
Interior declaró, refiriéndose al informe de Howland, que faltaba por
hacer
,
pero que ya se había hecho mucho. Discrepo enérgicamente de esta
declaración. Es, claro, la aplicación de una consigna electoral a un
caso concreto, pero precisamente donde no se podía hacer.
Pues,
independientemente de los progresos que se hayan hecho en punto a
derechos humanos en Colombia, debería ser claro para cualquier juicio
equilibrado que los avances son pequeños en relación con el camino que
falta por recorrer. Y que este gobierno tiene una serie deuda en este
particular. Un buen ejemplo de ello es el caso de los reclamantes de
tierras, al que se refirió Howland. Estos son líderes sociales que se
están jugando la vida para que de alguna manera funcione un programa que
puso en
marcha
el propio Gobierno. Sin embargo, tal y como sucede con otros líderes,
la suya es una actividad de alto riesgo. Son víctimas de amenazas y
ataques, varios de los cuales terminan siendo mortales. Actores muy
poderosos los acechan, agreden y acosan. Los colombianos, que nos
alarmamos con razón por lo que sucede en la vecina Venezuela —que cada
vez parece más, si se me permite la expresión madurista, “huérfana de
gobierno”—, deberíamos preguntarnos en cuál país asesinan a más líderes
sociales, si allá, en medio del caos, o acá, en el país de los tres
huevitos. Mi apuesta es simple: acá matan más. Mucho más.
El
Gobierno al parecer ha optado por no enterarse. De hecho, la referencia
de Howland no mereció ningún comentario concreto. La reacción rutinaria
de los funcionarios, desde el ministro de Agricultura hacia abajo,
incluyendo a los mandos medios relevantes, es callar o, muy a la
colombiana, explicar que “ese muerto no lo
cargo
yo”. La situación es tan dramática que el Gobierno ni siquiera lleva un
conteo de los reclamantes atacados y asesinados. Esa sería su
obligación, no sólo en términos morales sino de política pública. Pues
una de las funciones fundamentales del Estado es contar. Uno no
desarrolla una política pública —en este caso de protección— sin saber
qué le pasó a quién, cuándo, dónde y por qué. Pero si el lector va a la
página web del Ministerio de Agricultura, o de otro (¿Interior?
¿Defensa?) no encontrará referencia alguna al tema. Nadie sabe nada.
En
la entrada de la oficina de estadísticas de Ruanda se podía leer hace
años el siguiente letrero fabuloso: “Si no cuentas, no cuentas”. En
Colombia hay muertos a los que no se
cuenta
.
Y por tanto, no cuentan. Mientras siga el silencio, la vulnerabilidad
seguirá siendo extrema. Hablar del tema y contarlo son decisiones
políticas que el Gobierno, que fue quien invitó a la gente a reclamar,
no ha tomado.
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