Por: Catalina González NavarroLunes, 03 Marzo 2014 19:56
Hace 25 años, la vida de María Eugenia, Erika y José Darío cambió para siempre. Era el viernes 3 de marzo de 1989. Vestido de paño y corbata, impecable como siempre, esa mañana el dirigente político de la Unión Patriótica y el Partido Comunista, José Antequera, fue al centro médico de la Empresa de Acueducto y Alcantarillado de Bogotá para inscribirse como paciente. Su esposa estaba asustada por su seguridad y temía que le hicieran un atentado y no estuviera afiliado a un seguro. Ella hizo los trámites para que fuera su beneficiario.
José de Jesús Antequera Antequera salió a las 9:30 de la mañana carné médico en mano, lo guardó en su billetera. Cogió el esfero nuevo de su esposa y lo metió en un bolsillo de su chaqueta. Puso el dedo pulgar en la frente de María Eugenia y le dijo que no frunciera el ceño porque se iba a arrugar. Esas serían las últimas palabras que ella oiría de su marido.
María Eugenia recuerda hoy que no sentía miedo. Ahora, con los años encima, cree que fue muy ingenua. Una apreciación en la que coincide Erika, su hija, quien rememora que en el estudio de la casa su papá tenía un par de chalecos antibalas, por si acaso.
Nacida en Popayán, Cauca, siendo muy pequeña María Eugenia y su familia se trasladaron al barrio de Abajo en Barranquilla, uno de los más populares de la ciudad. Allá se educó junto a sus siete hermanos. De su madre, una indígena con principios muy claros, dice que siempre les diseñó su ropa. A su papá lo define como un bohemio que se dedicó a todos los trabajos posibles, desde taxista hasta torero y que inclusive le arreglaba sus zapatos.
A los 10 años, María Eugenia se dedicaba a alquilar libros que le prestaban sus vecinos y que algunas veces cambiaba por comida. Así fue como empezó a leer. Conoció las letras de la española Corín Tellado, se acercó a las novelas de misterio e incluso a las caricaturas. Desde chiquita siempre se rebuscó el dinero para sobrevivir y hasta llegó a peinar mujeres para el Carnaval de Barranquilla.
Estudió en el Colegio Eucarístico en donde, recuerda, la gente la criticaba por vivir en el barrio más popular de la ciudad. Dice que eso la hizo luchadora y guerrera. Se pagó sus dos carreras de sociología y derecho. De la primera la expulsaron por su ideología política y por participar en una huelga.
Luego comenzó a estudiar derecho y conoció a José de Jesús Antequera Antequera. Era 1974 y Antequera, recién llegado de Europa, cursaba segundo año de derecho. Había estado en un congreso de la OIT (Organización Internacional de Trabajo), por lo que iba a hacer una exposición contando su experiencia como delegado de la JUCO (Juventud Comunista), donde estuvo desde los 14 años. María Eugenia recuerda que fue a verlo con sus amigas: “Para mí era insólito, yo no había salido de mi barrio y él comenzó su carreta. Yo quedé deslumbrada. Todo me encantó, de la cabeza a los pies, incluido lo que dijo”. Su charla coincidió con un paro que, según recuerda, era propio para recibir a los primíparos. “Todos los grupos peleaban: los trotskistas con la JUCO y el Movimiento Obrero Independiente Revolucionario (MOIR). Todo el mundo corría, lanzaban sillas. Yo estaba asustada”.
Entre tanto alboroto y la Policía persiguiéndolos, María Eugenia y José de Jesús terminaron en la misma tanqueta. Ella recuerda que era un camión grande. “Quedamos uno al lado del otro. No me acuerdo bien, pero entre mi susto y el suyo, él aprovechó la coyuntura, nos dimos besos y desde ahí quedamos juntos. Hasta el sol de hoy porque no me lo puedo quitar de encima. Fue un privilegio hermoso”.
Ella sostiene que los unieron los valores. “Su maleta y la mía eran parecidas”, la diferencia era que Antequera era un niño de estrato alto. Su papá era un abogado connotado en la costa y él desde chiquito leía los clásicos. Cuando su papá lo castigaba lo ponía a leer tres páginas de Sócrates y en las noches tenía que explicárselos. Aprendió a leer solo. Su mamá contaba que cerquita a su casa había un colegio y a través de las paredes miraba. Tenía una mente brillante.
Fue así como el 24 junio de 1977 se casaron por la iglesia. Aunque Antequera no era creyente, ella logró que su matrimonio fuera con vestido blanco, ceremonia y una fiesta que recuerda claramente. En el comedor de su apartamento aún reposa la foto con la imagen en la que ambos posan sonrientes al lado del ponqué. Un año más tarde, el 21 de junio 1978, en la clínica la Asunción de Barranquilla nació Erika, la primera hija del matrimonio. María Eugenia tenía 26 años, él 24. De ese primer embarazo dice que fue algo mágico y recuerda que José Antequera le echaba discursos a la barriga y le preguntaba a la bebé qué opinaba de sus disertaciones.
Al año siguiente, 1979, se trasladaron a Bogotá. Llegaron al barrio Timiza y comenzaron una nueva vida. Tenían que adaptarse al clima y a la gente. María Eugenia empezó a trabajar porque siempre se ha sostenido sola, fue así como les pagó todo a sus hijos. “Antequera realmente nunca ganaba dinero. Todo lo ponía yo, pero me parecía normal porque si él estaba haciendo todo lo que hacía, en la lucha por los ideales, yo hacía lo doméstico”. Para ese entonces, la vida se les fue complicando. Otro paro cívico, detenciones a sus compañeros, así era el día a día. No tenían miedo porque empezaron una lucha generacional. Se conformaron muchos movimientos y en 1985 nació la Unión Patriótica (UP) como una propuesta política legal, luego de los acuerdos que el Gobierno de Belisario Betancur firmó en 1984 y 1985 con las Farc, el M-19 y el Epl. Ahora lo ve como una época de ingenuidad, que no los dejaba tener miedo. “Cuando empezaron a matarnos decíamos: imposible que maten a alguien más, y mataban al otro, íbamos al entierro y decíamos hermano de pronto usted o yo somos el próximo. Y ahora miro hacia atrás y no entiendo cómo”. Al menos 5.000 militantes de la UP perdieron la vida.
Para esa época ya tenían apartamento en el barrio Pablo VI, en el que vive desde hace 30 años y en el que aún permanecen las cosas de José Antequera, a quien define como una mezcla de hombre luchador y tierno. “Nunca he podido encontrar una persona ni medianamente parecida, ni en sus propios compañeros. Siempre me ha gustado la solidez de sus principios”. Y es que Antequera, en medio de su lucha, le expresaba su amor de todas las maneras posibles. Hasta en los libros, que le dedicaba con mensajes como: “Para mi querida esposa y compañera, quien me inspira para desarrollar las energías que me faltan en la multiplicación de la labor diaria, a tí dedico este libro lleno de energía y vitalidad, y real estímulo para seguir adelante siempre a tu lado. Tuyo Pepín”.
Entre ese amor, comenzaron a ver como caían sus compañeros, uno tras uno. Y para 1988 el cuerpo de María Eugenia comenzó a revelar sus preocupaciones. Sus ganglios se empezaron a inflamar notoriamente por lo que tuvo que someterse a varios exámenes con constantes visitas al médico y hasta hospitalizaciones. Viajó a Cuba para realizarse un tratamiento, allá estuvo en un hospital de guerra con excombatientes y víctimas de las dictaduras del cono sur, pero esto la afectaba. Tenía que ver mutilados, las mismas consecuencias de la violencia que la habían enfermado. Hasta que el Partido Comunista la envió a ‘El Hotelito’. Allá se recuperó juntó a cientos de víctimas y fue donde conoció a Fidel Castro, a Pablo Milanés y Silvio Rodríguez. Aún recuerda que junto a ellos se dio el gusto de cantar “Yolanda”, la canción de Milanés con la que se identifica con su esposo. La misma que Antequera le dedicaba para calmarla cada vez que peleaban. Ese “te amo, te amo, eternamente te amo. Si me faltaras no voy a morirme. Si he de morir quiero que sea contigo”, es la letra que 25 años después de viuda aún hace que le brillen los ojos y sonría.
Los días comenzaron a empeorar, cada vez eran más los miembros de la UP sacrificados. El lunes 27 de febrero de 1989 asesinaron en el sur de Bogotá al líder del partido comunista Teófilo Forero. Esa misma noche María Eugenia cocinó pasta y recibió en su apartamento a Carlos Pizarro y a Antonio Navarro Wolf, del M-19. Al otro día salieron a las calles a marchar contra el crimen. Sin saber que el próximo sería Antequera.
Los recuerdos de Erika
Erika vive en España desde hace 11 años. Desde ese país le contó a El Espectador los últimos recuerdos con su padre. Ese viernes 3 de marzo, él hizo ejercicio como siempre. Se levantó a las 5 de la mañana, corrió alrededor del parque Simón Bolívar, llegó al apartamento, hizo abdominales y se arregló. Fue con María Eugenia al centro médico, luego a la Revista Semana, dio su última declaración ante los medios, allá le tomaron su última foto, la misma que reposa en el estudio del apartamento en el que ella aún hoy vive y en el que conserva los mismos muebles y hasta la cama.
A las 3:15 de la tarde tenía que estar en el aeropuerto El Dorado, se iba un par de días para su casa materna en Barranquilla para protegerse de quienes querían atentar contra su vida. Allá llegó con sus escoltas y se encontró con Ernesto Samper Pizano, la última persona con la que habló antes de que desconocidos le propinaran 28 tiros en el pecho. Dos balas atravesaron su agenda. Su mochila quedó ensangrentada. Hoy, 25 años después, luce impecable en una biblioteca en la sala de la casa. Igual que todas sus pertenencias. Sus gafas, sus llaves, su peinilla, la cámara fotográfica que cargaba, su billetera, el pasado judicial, su cédula y el carné médico que no alcanzó a estrenar porque cuando llegó al Seguro Social ya no pudieron hacer nada por su vida.
María Eugenia recuerda que esa tarde llegó una de sus compañeras a su oficina y en su cara se lo dijo todo. Ella solo preguntó: “¿Mataron a Pepín?” Ella asintió con la cabeza. Ahí mismo, salió para la Caja de Previsión en busca de su compañero de vida. El periodista Antonio José Caballero le gritó: “Antequera murió hace rato y acá no está”. De ahí salieron al Seguro Social, entró a la sala de cuidados intensivos, y aunque había mucha gente, reconoció las plantas de sus pies, bajo una sábana blanca. “Me acerqué, lo vi, estaba cubierto de huecos. Le cerré bien los ojos, lo peiné y le dije: ¿Qué te hicieron?”, recuerda María Eugenia.
De ahí salió para su apartamento. Allá estaban sus hijos llorando con la tía Yudy y Elizabeth, la señora que les arreglaba la casa. Se enteraron por la radio, por coincidencia, mientras cambiaban de emisora. Escucharon a Yamid Amat diciendo: “Antequera está herido”. De un momento a otro en su apartamento había mucha gente. Erika recuerda que llegaron sus vecinos del frente, la familia López, quienes les prestaron el teléfono porque ellos no tenían en su casa, y con los del segundo piso, la familia Valencia. María Eugenia se sentó en el sofá y abrazó a sus dos hijos y les dijo: “A su papá lo mataron, yo sé que no entienden, pero se los explicaré todo el tiempo”.
Ahí comenzó su nueva vida. Un muerto que no querían dejar enterrar y con el que permanecieron cinco días. El entonces alcalde de Bogotá, Andrés Pastrana Arango, no quería inconvenientes en la ciudad y fue solo hasta el quinto día, en el momento en que María Eugenia dijo que le aplicaran más base a la cara al difunto, por lo descompuesto que estaba el cuerpo. Un pedazo de la piel de su frente se movió. Ella ahí mismo intentó arreglarlo y fue ahí cuando la familia decidió que esa nueva lucha la tenían que dar los dos hijos. Erika y José Darío escribieron una carta pidiendo que les dejaran enterrar a su papá, para ella esa semana fue como un mes, así la recuerda. Finalmente los autorizaron y la marcha salió desde la sede del Concejo de Bogotá hasta el cementerio.
25 años después
Los tres coinciden que tuvieron una vida normal. Erika y José Darío sostienen que su mamá lo dio todo por ellos. María Eugenia, por su parte, dice que a sus hijos les tocó madurar muy pronto, pero que intentaron seguir con su vida. Erika ya es mamá y con sonrisa grande, llena de amor, dice que los cuentos más bonitos eran los que él se inventaba y en los que ella siempre era la protagonista. José reconoce que llamarse igual que su papá ha tenido varios efectos. Hay quienes lo ven y por su parecido físico lo recuerdan de inmediato. Incluso su mamá en ocasiones llora por ver sus rastros similares. Y por eso dice que aunque es difícil definir a su papá, lo ve como un hombre libre y coherente, “un comunista hijo del mar, que al mismo tiempo era luchador, comprometido y radical, es la prueba de una mente abierta, capaz de dialogar con todo el mundo”.
Han pasado 25 años y aún su caso sigue en la impunidad. Pepín es el número 721 del genocidio contra la Unión Patriótica, caso que está en proceso ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, y aunque aún no se resuelve nada María Eugenia tiene claro que los culpables son aquellos que no toleraban a aquellos que pensaban de manera diferente.
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El Espectador
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