Fumigando el suroeste
Es posible detectar, en distintos contextos, medidas estatales que son a la vez excesivas e inefectivas.
Por: Tatiana Acevedo
Pese a que, por su carácter hiperbólico, dañan y segregan algunas poblaciones, suelen alargarse en el tiempo. La construcción de muros o cercas militarizadas a lo largo de fronteras enormes, entre Estados Unidos y México o India y Bangladesh, no ha impedido que la gente siga encontrando la forma de pasar, pero sí ha logrado que los inmigrantes se enfrenten cada vez a peligros peores.
Un ejemplo de este tipo de medidas lo proporcionan las cuatro décadas de aspersión aérea de herbicidas en Colombia (con muchas diferencias, como que acá el Estado impone la política a poblaciones internas). Varios fenómenos se entretejen en la tragedia e inercia de la fumigación.
En la decisión de permitirla o ejercerla, hay un juego político, electoral o partidista. Cada hombre en el Ejecutivo ha querido demostrar que tiene mayor mano dura que su antecesor (o contendor) frente a la respectiva “mata que mata”. Fumigando marihuana comenzaron Turbay, Betancur y Barco. Les siguió Gaviria, pero fue Samper (tratando de salir de su mala hora con los gringos) quien permitió fumigaciones más agresivas. Pastrana anexó nuevos territorios a la aspersión y negoció el Plan Colombia (que incluía Roundup a tutiplén). Uribe, con más fondos, continuó con ahínco y Santos está fumigando en estos momentos.
El apego presidencial a la fumigación puede tener que ver con que a través de ésta se crea el espejismo de un Estado fuerte que llega, vía aérea y pese a la guerrilla, con berraquera, a penetrarlo todo: el agua, las plantas, los poros de la piel. Chistes como el que hizo Luis Alberto Moreno (entonces embajador), cuando en contexto de protestas afirmó: “Yo he sido bañado en glifosato y hasta ahora no me ha pasado nada. Lo único es que dejé de crecer”, ejemplifican además la completa incredulidad del Estado frente a los reparos de la población.
Pero sobre todo, se fumigan tierras habitadas por poblaciones indígenas y negras. La aspersión de herbicidas no sólo explota y responde a un racismo existente, sino que lo reproduce de distintas maneras. Desplaza, por ejemplo, la “culpa” de los cultivos al suroeste. Encubriendo el hecho de que estos funcionan porque hay una necesidad grandísima del producto —tanto para tráfico internacional como para suplir el mercado interno (pues no toda la coca se inhala en Wall Street)—. La dinámica de la aspersión ha distorsionado también la empatía. En lugar de sentirla hacia comunidades que han estado en medio de la confrontación (lidiando con presiones de guerrilla y Ejército), desde el altiplano se desconfía de ellas. Se sospecha de sus demandas, como en la broma de Moreno.
La forma misma en la que se denuncia, en páginas académicas o de opinión, la injusticia que implica la aspersión de estas poblaciones contra su voluntad, tiene elementos de esa desconfianza. Se enfrasca el debate en las cifras e indicadores de efectividad de la medida (¿sirve un poco?, ¿mucho?), los costos, el número de gente que “de verdad” ha enfermado. Se citan e intercambian argumentos de autoridad, publicaciones, credenciales, metodologías “rigurosas”. Entretanto, se apiñan, desde los días de Samper, miles de protestas en contra de la medida, bloqueos de carreteras, cartas, marchas, reseñados brevemente en las páginas de la prensa “nacional”.
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