Por: Alfredo Molano Bravo
La corrupción y la violencia de agentes de agentes de policía es ya proverbial. Son casos aislados, como se dice, pero son muchos y muy graves. Y tienen una larga tradición.
A la corrupción se suma la violencia del Esmad, un cuerpo especializado en imponer el desorden cuando de manifestaciones se trata. La estrategia es simple: una unidad le da un golpecito con su “bastón” a un manifestante y se arma el tropel. De ahí al desmán, al vandalismo, a la “desadaptación” —palabras del intrépido general Palomino— no hay sino un paso. Un viejo truco. El país lo vio en los paros agrarios y campesinos —que no son los mismos—. El Esmad ataca sin piedad, siembra el desorden para obligar a la gente a desbandarse y ahí comienza el terror. Los casos de ataque a manifestaciones de protesta son muchos: Pompeya, Meta; Bucaramanga; Tunja; resguardo La María, Cauca; Irra, Risaralda; Piedecuesta; Facatativá; Manizales; Villavicencio, y los casos más graves con muertos, que sin duda quedarán impunes en Tibú, Norte de Santander y Mojarras, Cauca. Hechos todos acompañados de videos que sirvieron para denunciar la brutalidad policial en concejos, asambleas, en la Cámara de Representantes y hasta en Naciones Unidas.
La opinión pública no puede olvidar —ni dejar de vigilar los procesos abiertos— el asesinato del grafitero que tiene a dos altos oficiales de policía en la cárcel y el reciente caso del Nigth Club, donde la “seguridad” del dueño del establecimiento no dejó salir a sus clientes bloqueando la única puerta de salida y la “seguridad” pública botó una bomba, de quién sabe qué, por debajo de la puerta, para quién sabe qué reacción provocar en la gente. Todo por investigar, es cierto, pero la denuncia hecha por unos “pelagatos”, como llama un general de la del tiempo.
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