Por: Mario Morales
Estaban casi todos aquí. De los 48 nominados al Premio Nacional a la Defensa de Derechos Humanos, más de la mitad de esos héroes anónimos hizo el esfuerzo de venir a Bogotá.
Copado el lugar de esas víctimas, en representación de los otros miles de víctimas con rostro y con historia, ya no cabía la disculpa del presupuesto, del tiempo de viaje a las regiones o la falta de coyuntura.
Era lunes. Era el inicio de la Semana por la Paz. Y ahí estaban ellos, los defensores de los derechos humanos, y como suele pasar los restantes días del año, los medios, como si tuvieran una venda, no los vieron.
A la espera de una frase crítica del vicepresidente, allí presente, o de una declaración suelta que llenara un titular, que “vendiera” una nota, se perdieron de las dolorosas historias de ese puñado de colombianos anónimos para “los colombianos de bien”, pero en la mira de los violentos de todas las calañas.
Por eso no pudieron venir todos. Unos, como Angélica Bello, porque ofrendaron su vida, o como Manuel Bautista Pequi, líder de la guardia indígena, despojado de su libertad, o como los del Grupo Interdisciplinario por los DD.HH., destacados en su categoría, que por seguridad se resignaron a ver la señal de Canal Capital.
Por eso el país no supo de Islena Rey, del Comité Cívico de los DD.HH. del Meta, ni de Afavit, otro de los galardonados, que congrega a familiares de las víctimas de Trujillo, ni de tantas otras luchas y tantos dolores.
No. No los quisieron ver, como tampoco quisieron oír la invitación del padre Alejandro Angulo, investigador social del Cinep durante 40 años y por ello premio “A toda una vida”, a no perder la memoria ni la conciencia, porque lo primero origina indiferencia y lo segundo lleva a creer siempre que la culpa es del otro. Casi una profecía.
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