Lunes 26 de agosto de 2013.
Podrán decir que por ello no debería hablar, pero no, no señores, se equivocan. Puedo hacerlo. Y lo voy a hacer. Mi ignorancia en temas agrícolas no es sinónimo de ceguera, de estupidez, por el contrario es la ignorancia infantil de quien ve algo que no comprende pero no por ello deja de ser una sorpresa, un milagro. Admiro esos conocimientos, los respeto, los agradezco. Agradezco, sí señores, agradezco, a quienes bajo el frío de una helada matutina o el cansancio de una jornada soleada, conocen la tierra, conocen su olor y hacen de su oficio un rito, una ceremonia. Agradezco la papa que llega a mi plato, la yuca que está en mi sopa, el arroz sagrado de todos los días. Pero sobretodo, doy gracias por el sabor, por la calidad de las frutas y las verduras que una tierra que veo como paisaje me dan. Y lo agradezco más cuando sé que en otros lados ese sabor no es igual, esa variedad es difícil de conseguir. Doy gracias a las personas que, a diferencia mía, no son ignorantes, sino conocen los ciclos de la tierra, los tiempos y los climas, las semillas y el abono. Les doy gracias porque sin sus manos untadas de tierra, las mías no estaría untadas de tinta.
Por eso les escribo señores, porque no soporto su arrogancia, su estupidez, su cinismo, su mala educación y su ingratitud. Porque no soporto a quien rechaza un plato de comida, a quien no es agradecido con quien le da de comer. No soporto al que se olvida de que es la tierra –y quien la trabaja- lo que da origen al ciclo de todo lo que nos sucede. Pero a ustedes, con sus caras largas y ridículas, con sus gestos mentirosos y su corazón podrido –de insecticidas, de malformaciones genéticas causadas por la multinacional de su alma- eso no les importa, porque no piensan, no sienten, no ven; porque sus manos no tienen ni tinta ni tierra, sólo el mugre de billetes manoseados hasta que llegan a su regazo y concilian con ellos el insomnio de su maldad. A ustedes, que no se preguntan por el origen de las cosas, por el valor de los demás, les escribo en solidaridad de los campesinos que me han compartido su saber.
Ya sé que no van a leer esta carta, que no les importa que millones estén arruinándose por sus decisiones, que millones estén perdiendo la esencia de sus manos, la historia de sus vidas y la de sus antepasados (que probablemente también son los suyos, sólo que ustedes no recuerdan y niegan, porque son arribistas), que cientos de miles estén gritando desesperados para que esto pare y no termine de borrar el último brote de una semilla, el último filo de un machete. Ya lo sé. Veo sus caras, sus manos sin huella y sus sonrisas destempladas. Los veo salir a balbucear, a decir mentiras disfrazadas de números ilegibles, de datos certificados por expertos, de discursos impulsados por el tufo de su egocentrismo. Sí, los veo desmintiendo a la tierra, a las manos de esa tierra, y hablando de un futuro que jamás llegará, que nunca existirá, porque ustedes bien saben que en el pasado ya vendieron hasta el último día de ese futuro y lo escribieron con puño y letra, lo firmaron sin rubor, sin las mejillas que se sonrojan por el sol de medio día.
No, no soy campesino. Pero hoy me siento como uno, me siento arrinconado por los cientos de idiotas citadinos que sólo hablan del tráfico, de las pérdidas económicas de las manifestaciones, de los “terroristas” infiltrados y de toda la basura que consumen –como la comida que consumirán- por los medios de comunicación cobardes, cómplices y vendidos, que sólo hablan como si su labor fuera la de cubrir el flujo vial en un país en el que el campo –parece ser- sólo quedará para cubrir de tierra a quienes con tierra nos nutrieron.
No, no soy campesino. Y por eso les pido perdón a ellos, porque desde la comodidad de mi nevera, del supermercado en el que encuentro el tomate como si el tomate siempre hubiese estado allí, quizá no fui lo suficientemente activo para impedir que una firma los arruinara, los condenara a cien y más años de soledad. Les pido perdón por todos los que desconocen la sangre que ha bañado la historia campesina por siglos, les pido perdón por los que creen que es más importante saber elaborar una estadística, crear un comercial o escribir un contrato, que cultivar una planta. Les pido perdón por mi ignorancia pero les agradezco que sepan cómo suplirla.
Pero a ustedes, señores de manos planas, les llegará el día en el que tendrán que salir no sólo a pedir perdón sino a pedir auxilio, les llegará el día –quién sabe cómo, quién sabe cuándo- en el que todo se les devolverá y, aunque ricos y llenos de poder, no podrán saborear una fruta real, no podrán consumir un producto típico de nuestro campo, no podrán recordar nada de sus vidas porque no habrá huellas que les permitan seguir el rastro. Y ese día, cuando pidan una mano para salir de su propia desgracia, del dolor que crearon, no habrá mano alguna que se extienda, ni de tinta, ni de tierra.
Les llegará el día en el que la tierra se acuerde de ustedes y los reciba en su contundente oscuridad, encerrados en una lápida, carcomidos por lo que tanto despreciaron. Y de esa tierra no nacerá nada, porque ustedes mismos la están matando.
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