Por: Arlene B. Tickner, El Espectador.
Soy de origen judío, pero no practico ninguna religión. Por lo mismo que condeno el holocausto nazi, soy crítica del uso instrumental que Israel ha hecho de éste para legitimar políticas opresoras frente a los palestinos.
Existe evidencia empírica exhaustiva sobre la “solución final” de Hitler y las políticas discriminatorias contra judíos, gitanos y homosexuales que la antecedieron, mucha de ella recogida por los mismos nazis. De allí que los argumentos de los negacionistas absolutos caen de su propio peso. Sin embargo, la polémica “numérica” con aquellos revisionistas que alegan que no murieron seis millones de judíos sino “tan solo” un millón o 300.000, hace perder de vista el problema de fondo: el holocausto fue una política sistemática de deshumanización y exterminio implementada por un Estado contra ciertos grupos de la sociedad.
El filósofo Giorgio Agamben lo identifica como un hito en el desarrollo de la soberanía, ya que normalizó la práctica del estado de excepción. El poder del soberano de declarar una situación excepcional se traduce no sólo en la suspensión de las garantías legales normales y la negación de las libertades básicas, sino en la división de los seres humanos entre quienes se reconocen políticamente como tales y quienes son deshumanizados, frente a los cuales reclama incluso el derecho de quitarles la vida. Para Agamben, el campo de concentración nazi es la epítome del estado de excepción; dentro de éste las personas fueron identificadas como vidas sin valor o “nula vida”, sin derechos y susceptibles de ser asesinadas con impunidad.
Lo anterior sugiere que, más allá de la condena al revisionismo histórico y su distorsión del costo humano del holocausto, las críticas deben enfocarse en las lógicas políticas mismas que posibilitaron al holocausto —y que son desconocidas por los negacionistas— las cuales, según autores como Agamben, perduran no sólo en los regímenes autoritarios y totalitarios, sino en todo estado que emplea medidas de excepción.
Un país como Colombia, que tiene el vergonzoso honor de encabezar las listas mundiales en asesinatos a sindicalistas y periodistas y en desplazamiento forzoso, que ha sido testigo de procesos de exterminio de la oposición política, como el caso de la Unión Patriótica, que es célebre por sus altas tasas de impunidad y que además busca cambiar su imagen internacional, no admite un jefe del Ministerio Público renuente a clarificar su posición sobre algo que en 16 países de Europa se considera un crimen y en el resto de las democracias del mundo simplemente imperdonable.
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