Por: Alfredo Molano Bravo
HACE POCOS DÍAS ESTUVE EN MONtes de María, una región bella y amable que ha sufrido la violencia en todas sus formas desde la época en que Sancho Ximeno —que ha pasado en nuestra historia patria como el defensor de Cartagena contra los piratas ingleses— fue también el brutal perseguidor de los negros que se arrochelaban en la zona cenagosa del Canal del Dique y resistían en la pequeña cordillera.
Fue don Sancho el que si bien redujo al héroe de los cimarrones, Benkos Biojó, no pudo acabar con la rebelión de los esclavos que sobrevivieron en palenques; el más conocido, San Basilio, aún conserva palabras de las lenguas africanas. En los Montes se acostaron con las indias chimilas y zenúes y viceversa, y se pasaron por la faja las barreras raciales. Un primer unos con otros y todos con todos. Más tarde los españoles trataron de sacar a esa gente a punta de tiros de mosquete y perros rabiosos, para poblar la región con colonos criollos y hacendados blancos. Pero unos y otros terminaron gateándoles a todas, y todas abriéndoles campo en el chinchorro a unos y otros. Una segunda batalla ganada por la cama libre. De ahí fue saliendo y puliéndose el todos con todos que terminó siendo la norma de convivencia de nuestro pueblo levantisco. Algunos grandes hacendados, si bien acostaban ‘a la brava’ a la servidumbre de sus haciendas, mantenían relaciones con sus esposas para excluir de la herencia a todo mestizo. Pero, al contrario, los mestizos se divertían de cama en cama y de chinchorro en chinchorro, sin miedos, sin cálculos, sin reservas. Lo que sucedió en Montes de María sucedió —y sucede— en todo el país.
La violencia pasó por esos montes y por esas sabanas como guerra civil. Todos los bandos buscaban el control del río Magdalena y reclutaban niños, mujeres y hombres como carne de cañón. Pero entre batalla y batalla, y también durante las batallas, el todos y todas contra todas y todos mandaba más que los generales, y en las noches los gemidos de goce en las tiendas y hamacas opacaban los de los moribundos. Somos hechos de polvo y pólvora. Guerras civiles que no han terminado. Tampoco las otras batallas.
La violencia pasó por esos montes y por esas sabanas como guerra civil. Todos los bandos buscaban el control del río Magdalena y reclutaban niños, mujeres y hombres como carne de cañón. Pero entre batalla y batalla, y también durante las batallas, el todos y todas contra todas y todos mandaba más que los generales, y en las noches los gemidos de goce en las tiendas y hamacas opacaban los de los moribundos. Somos hechos de polvo y pólvora. Guerras civiles que no han terminado. Tampoco las otras batallas.
El último capítulo fue el que escribieron —y escriben— los campesinos en rebelión contra los hacendados de Sucre, Bolívar y Magdalena, uno de cuyos epicentros sigue siendo los Montes de María. Las guerrillas echaron raíces en esa pelea y los paramilitares fueron organizados y financiados para ganarla. Y la ganaron: los bombardeos de la aviación fueron consolidados con masacres y masacres. Las tierras de los campesinos fueron arrebatadas, las haciendas corrieron sus cercas; los notarios firmaron escrituras a dos manos. Y entraron a gozar de las victorias los grandes inversionistas: los fabricantes de arepas, los industriales de la palma africana, los empresarios del cemento, las empresas reforestadoras con teca y pino, con eucalipto y acacia magnum, cultivos devastadores de la fauna y la flora vernáculas. Los ganadores reclamaron sus derechos de vencedores y los pueblos se llenaron de discotecas y prostíbulos donde, dicho sea de paso, se mercadea cualquier cosa, todo o nada. También apareció una carretera hecha por ingenieros militares que, se dice, costó tres veces más porque de cada viaje de varilla, cemento y combustible, sólo se usaba una parte porque las otras dos desaparecían en los bolsillos de oficiales contratistas. Ahora se sabe el destino y la razón de esa vía con especificaciones de autopista que Uribe inauguró como el más glorioso logro de la seguridad democrática: un puerto en Tolú para sacar aceite de palma, carne en canal, cemento y madera hacia el exterior desde los emporios paisas y los latifundios costeños.
En Macayepo, situado en la cresta de esos montes, en el atrio de una iglesia abandonada donde crecen los yarumos, dos burros machos gozaban entre sí de las facultades que Dios les dio, como para demostrarle al procurador —un macho santandereano— y al eterno senador Gerlein —un varón cartagenero— que ese derecho es tan natural como el que asiste a todos con todas y viceversa, y al contrario. La verdad, siempre es sospechoso tanto machismo institucional.
Alfredo Molano Bravo | Elespectador.com
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