Por: Reinaldo Spitaletta
El Negro, le decían con desprecio los arribistas de los clubes oligárquicos. Un copiador de gestos de Mussolini, advertían otros acerca de las inflexiones de su voz recia y de los movimientos de manos del líder mestizo y popular, que, según él, no era un hombre, sino un pueblo.
Sesenta y cinco años después del Bogotazo, el país (¿el país nacional? ¿el país político?) no ha superado las distintas maneras de la violencia y todavía no sabemos si pertenecemos a una nación civilizada o, más bien, a una de barbarie, con criminales de cuello blanco y de los otros.
No sabemos aún (¿o sí?) si el sacrificio del caudillo haya servido para cambiar los comportamientos políticos en búsqueda de lo que antes se denominaba la concordia, o, al contrario, para afinar los modos salvajes de eliminar al otro y crear con continuidades un régimen de horrores y de intolerancias. La historia de los últimos 65 años nos indica que, tras el magnicidio del caudillo, se afinaron las violencias.
La voz de Gaitán vapuleó a la oligarquía liberal-conservadora y atrajo a los sedientes de justicia, a los olvidados y, al mismo tiempo, acrecentó odios contra su figura que desde hacía tiempos había, por ejemplo, mostrado actitudes de dignidad contra el imperialismo norteamericano. Al abogado bogotano nacido en 1898, le atraían las causas populares. Se volvió célebre su alegato contra la United Fruit Company por la masacre de las bananeras de 1928 y contra el gobierno permisivo de Miguel Abadía Méndez.
En 1948, cuando ya era una figura nacional, reconocida por sus posiciones en pro de los oprimidos (“¿qué diferencia hay entre el hambre liberal y el hambre conservadora?”), Gaitán no sólo aparecía como el seguro ganador de las elecciones presidenciales, sino como un símbolo del antiimperialismo. Por eso, iba a ser una de las voces centrales en la reunión de juventudes de América Latina en Bogotá, que se oponían a la IX Conferencia Panamericana, en la que la principal “atracción” era el general estadounidense George Marshall.
El movimiento popular de Gaitán era ya asunto de temer de parte de las élites en el poder. Y por eso había que cercenarlo desde su cabeza. Los balazos de Roa Sierra y el cadáver del líder fueron la mecha “que encendió la conflagración y desencadenó la fuerza cósmica del odio acumulado en años de injusticia y de explotación”, como lo dice J.A. Osorio Lizarazo en su novela El día del odio.
Atrás quedaban, por ejemplo, la Marcha del Silencio y la Oración por la paz pronunciada por el mismo hombre que había dicho que “el paludismo no es conservador ni liberal”; y las “ruanas indias y las alpargatas obreras” que tenían como esperanza de redención al dirigente, que en rigor era una “oveja negra” del liberalismo. Y adelante aparecerían un país incendiado, los ríos llenos de cadáveres, los “pájaros”, los chulavitas, los usurpadores de tierras, el infierno para aquellos que nada tenían y que terminarían descuartizados.
Sesenta y cinco años después del asesinato de Gaitán, el país sigue en medio de un largo conflicto armado, bajo el régimen de mafias de narcotraficantes y con enormes inequidades. Todavía no hay una solución democrática a la tenencia de la tierra, como aspiraba el dirigente de los desharrapados. Y cada vez la prosperidad está más lejana de los millones de pobres y desempleados de este país de infortunios.
El crimen de Gaitán conmovió al pueblo y lo soliviantó contra un régimen al que se atribuye la muerte del caudillo. El levantamiento, aunque desbocado y sin dirección política, se constituyó en una muestra de inconformidad y rebeldía. Sesenta y cinco años después algunas de las consignas gaitanistas siguen vigentes, entre ellas la de una paz basada en la “defensa de la vida humana” y en la justicia social.
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