Por: Alfredo Molano Bravo, El Espectador
Como dice Óscar Collazos en el bello y sugerente artículo sobre la guerra y la paz en Macondo: la cosa es de honor. El honor de los guerreros eclipsa las razones que los llevan a la guerra y sobre todo las que los mantienen presos de la inercia bélica.
Su honor es una especie de cuerpo místico
que les permite jugarse la vida y quitársela al enemigo; obedecer sin
condiciones; someterse al absurdo de asumirse dueños de la verdad y del
destino de otros; ser faros, rayos, truenos, vengadores sin mácula. Y
cuando descansan del combate —como el general Petraeus o el coronel
Joaquín Aldana, que mató y empacó a su mujer en un talego—, dedicarse al
“ocio y al pernicio”, al exceso, a buena cuenta de lo que creen ser y
haber hecho por los demás, de las hazañas, de los padecimientos que han
sufrido, de los riesgos que han corrido. Es como si el honor se
convirtiera en derecho. La sociedad, sus inferiores, debe rendirles
pleitesía, estar agradecida siempre por “los favores recibidos”. La tal
sociedad civil les entrega las armas —se dice en la Constitución— para
defender principios, pero la lógica de la guerra, alimentada por el
honor, y su hermana carnal, la vanidad, los llevan a conculcar lo que
dicen defender. Y con el honor en el pecho, lo ponen sobre la mesa de
negociaciones. Es el cemento del enroque en que viven; de alguna manera
los guerreros nunca salen de la trinchera, en ella viven, comen, hacen
sus necesidades, se condecoran, se destruyen. El honor militar no es más
que soberbia pura y dura. Es una palabra menos heroica pero más real
para entender que lo que se defiende a muerte necesita de muletas, de
espejismos, de falacias grandilocuentes. La soberbia no es tan heroica
como el honor, pero es uno de los más poderosos obstáculos para el
entendimiento entre guerreros. Paradójico, porque ambos la tienen de
sobra. La soberbia militar, quizá necesaria para matar, es también la
escafandra que los protege de la asfixia moral. Si se la quitaran —y las
negociaciones a veces sólo son eso— podrían notar que lo que han hecho
es exactamente lo mismo de lo que acusan a su enemigo irreconciliable.
Entonces se les caerían todas las condecoraciones y se evaporarían los
elogios que se han hecho a sí mismos para sostener el cañazo de ser los
héroes a los que todo les es debido. El gusano —o más bien el güio— de
la soberbia los envuelve de manera que no ven, no oyen, no entienden
sino sus propias razones. Cuántas veces no hemos oído decir a generales y
comandantes: si se accede a tal cosa —por ejemplo, al cese al fuego—,
se nos desmoraliza la tropa. Hay que moralizar las tropas para llevarlas
al matadero. ¿De qué otro modo se podría hacer? Por eso son tan
importantes los capellanes, los estandartes, los himnos, los discursos,
los afiches, la propaganda, la pauta publicitaria. Por eso se castiga —y
se mata— al que hable mal del honor militar o lo ponga en duda. Incluso
el delito puede ser tratado por los jueces como traición a la patria.
Una señora —como decían los campesinos que llevaban enlazados a la
guerra— que todos nombran pero nadie sabe quién es. El honor, la
soberbia, no son los principios. Quizá sean todo lo contrario. De ahí el
peligro para una democracia de que los militares se conviertan en
jueces aun de sus propios delitos, porque echan por delante no los
códigos sino sus prejuicios, ese material logístico con que alimentan la
soberbia y que incluye otros condimentos como venganza, retaliación,
impotencia, ira.
En una mesa como
la que se instalará en Cuba se discutirán muchas cosas, pero en última
instancia se trata de un solo tema: el poder. Que es lo que estaba en
juego en los combates, en las emboscadas, en la represión, en el uso de
las armas. Se trata ahora de ver si es posible encontrar un modo de
hacer lo mismo, civilmente, democráticamente, sin matarnos. Pero para
encontrar una solución, los guerreros —todos, incluso los que van de
corbata— tienen que bajarse del bus de la soberbia y pararse sobre lo
que llaman el honor. Mientras menos honor lleven, menos sapos tendrán
que tragarse si de verdad quieren el entendimiento.
http://www.elespectador.com/opinion/columna-387642-del-honor-y-otras-maldades
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