En la vereda donde vivo no quedan sino dos gallos, el de Marquitos y el mío. Cantan y se acompañan, desde lejos se mandan esas tiras largas de canto fino, orgullosos, como antes lo hacían con otros gallos, con los muchos que había y que cantaban por turnos. Uno a uno, a veces se tastaseaban sus cantos, pero siempre seguían una larga fila de muchas voces: los había tenores altos, tenores simples, barítonos, bajos, bajos profundos. Una gran orquesta en fila de muchos kilómetros. Algún campesino decía que el canto de los gallos daba la vuelta al mundo y que así, de canto en canto, llegaba el otro día; que los cantos hacían el nuevo día. Para los gallos –remataba– no existen los mares. El canto principal era a las 5 de la mañana, cuando el alba despunta al oriente y la tierra abre el ojo. Los de la vereda lo hacían casi en coro, un acorde desigual –cada gallo tiene su temperamento– pero tan altivo y tan imperativo como orden de corneta en una guerra. Después, unos minutos después, cantan otros pájaros, aunque estoy seguro de que al gallo no le gusta que lo llamen pájaro, le quitaría la majestad que tiene su canto. Por eso se adelantan y cantan antes de los que en venganza pueden volar. Un gallo no vuela. Arrastra el ala para caerle a la gallina de turno, a la que somete en un dos por tres, y dejarla feliz. Pero no vuela ni porque la comadreja aceche. Vuela sobre otro cuando pelea con el que ha llegado a cantar al gallinero, y se matan a picotazos y a espuelazos. Nadie sabe por qué uno gana y otro muere, nadie puede ver cuándo caza una mariposa o un gusano, si un gallo es más rápido que el del vecino aunque canten al tiempo. Y por eso los campesinos, desde hace miles de años echan suertes con ellos y apuestan dinero y hacienda. Pero hay gallos que no duermen su noche. Una orden que viene de otros mundos los llama, los despierta, los obliga a cantar a deshoras, y entonces a horas insólitas, golpean el cuerpo con sus alas, alargan el cuello hasta el infinito, despelucan las plumas de su cuello y cantan. Y otro, muy lejos, donde la noche es también profunda, le responde como los centinelas antes de las batallas. Dicen también que anuncian los cambios de clima. Las gallinas también cantan, pero anuncian muerte, terremotos, desbordamiento de ríos.
Nadie en la vereda sabe tanto de gallos como Marquitos, que nació entecado y entecado vive. Es riquísimo y no lo sabe. Vive de ruana y con sombrero de cuero peludo donde vivió con la mamá y con la abuela y con su padre, que era gañán de oficio y tenía yunta de bueyes, la última que aró la tierra en la vereda. Marquitos pregunta preguntas antiguas que no le importan y que nadie responde: ¿Dónde dejó el caballo? o ¿Sí oyó que anoche cantaron los sapos? Con los años recortó la vara con que su padre guiaba la yunta y en ella se apoya para salir por la carretera de la vereda a caminar, porque ya no existen caminos. Ni reales, ni de herradura, ni veredales. Camina hasta la tienda, donde sentado se toma una gaseosa a la que alguien lo invita. Puede esperar a ese alguien toda una tarde, pero no regresa a su casa hasta que llegue y le “colabore”, mientras él le pregunta: “¿Por qué este año no hubo cuaresmeros? ¿Por qué los arrayanes no han floreado? ¿Por qué las lombrices de tierra –largas como longanizas– no salieron a pasear en el último aguacero?” Se toma sorbo a sorbo la gaseosa y regresa a su casa al caer la tarde y antes de que el gallo busque el palo donde se encarama con un equilibrio alado.
Hoy, cuando oscurece empiezan los perros a ladrar; ladran por todas partes, en cada camino, en cada casa, en cada lote. Ladran. Ladran. Se ladran unos a otros; corren al lado de las cercas ladrándose; se muestran, amenazadores, los colmillos; se botan espumarajos. Se muerden, se odian. Hay perros de toda clase, según sea el genio del dueño y de la propiedad que cuidan con celo. Algunos falderos de las señoras –testigos mudos– ladran desde la sala; otros ladran desde los patios, y otros, desde los linderos de las fincas. Ninguno le ladra a la luna.
Ahora, cuando a la vereda ha llegado gente de Bogotá huyéndole al ruido, al aire envenenado, al trancón, la vereda se ha llenado de perros guardianes que defienden las propiedades de sus amos a cambio de comida concentrada, vitaminada, potenciada, triple A, y de un champú contra las pulgas. Ya no se oyen los gallos. Ya hasta Marquitos tiene perro.
Así quiere Trump el mundo: sin gallos. Lo dice: A los blancos no nos gustan esos “pájaros” que tienen los mexicanos y que nos despiertan. Hay que botarlos a la frontera con sus animales.
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