La larga lista de países que acuden al uso de la justicia transicional va en aumento. Embajadores del conocimiento técnico que implica la ciencia de la transición, como el Centro Internacional de Justicia Transicional, no dan abasto. Hasta Canadá tiene su justicia transicional para el tema de los niños indígenas obligados a asistir a internados escolares en donde, además de la violencia física, les impedían hablar sus lenguas o practicar sus tradiciones familiares.
El libro clásico sobre justicia transicional, de Priscilla Hayner, en sus primeras ediciones incluía algún contenido histórico para explicar la violencia ocurrida en casos emblemáticos como Argentina, Chile, El Salvador, Guatemala y Sudáfrica. No eran muchas hojas las que ahondaban en las razones de las violencias, pero algo le quedaba al lector sobre los desaparecidos, las dictaduras, el genocidio maya o la represión y la tortura durante el apartheid.
En las últimas ediciones del mismo libro crecen los países practicantes de la justicia transicional, a la vez que disminuyen las indicaciones contextuales. El libro pasó de ser un trabajo de política comparada a un compendio de recetas. Por esa misma vía, el deseo de la reconciliación, con sus amigos, el perdón y la amnistía, permitió que la historia de los casos particulares perdiera su textura.
En Colombia, la justicia transicional facilitó el reconocimiento de las víctimas, tras la desmovilización de los paramilitares y la Ley de Justicia y Paz. Desde entonces fue igualmente posible oscurecer el papel de los actores intermedios, como lo pueden ser los testigos o los hostigadores que guardaron un silencio cómplice en los peores momentos de la violencia paramilitar.
La Jurisdicción Especial de Paz (JEP) entra en una lógica similar. Las víctimas ceden terreno ante la justicia, pero los otros actores sacan provecho de las bondades mágicas de la transición. Así como no es negociable el tema de la verdad de parte de las Farc, no debería serlo la impunidad total para los militares.
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