No les tengas miedo a lo sagrado y a los sentimientos, de los
cuales el laicismo consumista ha privado a los hombres
transformándolos en brutos y estúpidos autómatas adoradores
de fetiches”.
Pasolini, 1997: 24.
Caminamos en silencio. En medio de uno de esos silencios
que son la mejor forma de comunicación”.
Sepúlveda, 2010: 90.
En este texto se analiza un asunto crucial de la expropiación de
los bienes comunes en el mundo de hoy por parte del sistema del capital,
pero sobre el cual poco se reflexiona. Nos referimos a la expropiación
del tiempo de la mayor parte de los seres humanos. La exposición parte
de recordar en forma breve la manera como la expropiación inicial del
tiempo, cuando surge el capitalismo industrial, estaba relacionada con
la conversión de campesinos y artesanos en obreros asalariados y se
limitaba al ámbito fabril. Luego se consideran los rasgos generales de
la expropiación del tiempo en nuestra época, recalcando el papel que
desempeñan las tecnologías de la información y la comunicación. Por
último, a partir de este análisis general se presenta el recuento de
algunos aspectos emblemáticos de expropiación del tiempo, tal como los
supermercados, la siesta, la noche, la comida rápida y la memoria y la
historia.
Con respecto al papel de las Nuevas Tecnologías de la Información
(NTI) valga señalar que se enfatiza en el papel que han desempeñado como
un factor importante, en la lógica del capital, de expropiar el tiempo
de la gente, tanto dentro como fuera del ámbito laboral. Como este es el
objetivo prioritario de este ensayo, no se consideran las múltiples y
contradictorias posibilidades de esas NTI como medio de comunicación y
difusión de información, lo cual amerita otro tipo de estudio que queda
fuera del tema aquí propuesto.
1. Primeros momentos del capitalismo industrial
En un principio la expropiación del tiempo en el capitalismo
industrial estaba referida de forma preferente a los obreros y al ámbito
laboral, porque se trataba de convertir a antiguos campesinos y
artesanos, que tenían su propio manejo del tiempo –algo muy diferente al
tiempo abstracto del capitalismo, regido por el reloj-, con sus ritmo
lento y pausado, en el que se mezclaba la actividad productiva, con la
fiesta, el calendario religioso, el carnaval, el descanso, la vida en
común. Los trabajadores resistieron en este primer momento con la huida y
el abandono de los sitios del trabajo, proclamando de manera implícita
el “derecho a la pereza”, un principio prioritario en la resistencia a
la proletarización.
Cuando el capitalismo logró crear la primera generación de
trabajadores asalariados los disciplinó en concordancia con sus
intereses de valorización y de generación de ganancias y se empezó a
regir por la célebre máxima “el tiempo es oro”. En este segundo momento,
los trabajadores habían sido sometidos y ya no luchaban contra el nuevo
ritmo temporal -el del cronómetro- sino por el acortamiento del tiempo
de trabajo, lo que indica que se había aceptado el nuevo ritmo temporal,
abstracto y vertiginoso del capital. Un componente fundamental de la
lucha histórica de los trabajadores de todo el mundo, cuando ya habían
asumido su condición de asalariados, se centró en plantear la separación
entre el tiempo de trabajo en el ámbito fabril, y luego en todos los
sitios de trabajo (oficinas, escuelas, hospitales…) respecto al resto
del tiempo, lo cual se expresó en la lucha por los tres ochos (8 horas
de trabajo, 8 horas de estudio, 8 horas de descanso). Esta lucha generó
importantes movilizaciones y épicas conquistas de la clase obrera, entre
las cuales la más relevante, por el simbolismo que connota, es la del
Primero de Mayo. Con esa celebración se trataba de arrancarle al capital
un día al año, en el cual los trabajadores no estaban sometidos al
ritmo infernal del despotismo del capital, y en ese día podían marchar,
gritar y protestar o desarrollar actividades propias de la cotidianidad
de los trabajadores. Fueron estos espacios externos al escenario de la
fábrica, aunque ligados a la misma, en donde se gestó y se construyó una
cultura obrera. Esa cultura disfrutaba su tiempo libre a su manera:
jugando futbol, tomando trago en la taberna, fundando bibliotecas
populares, impulsando clubes contra el consumo de alcohol, fomentando la
publicación de libros, periódicos y revistas de los trabajadores,
organizando salidas a las afueras de los pueblos y ciudades en compañía
de sus familias…
Durante toda la época del fordismo, los trabajadores lograron
mantener la separación entre el tiempo de trabajo y el tiempo de ocio.
Incluso, en la época del Estado de Bienestar, y sus diversos remedos en
todo el mundo, los trabajadores obtuvieron como una de sus conquistas
fundamentales el derecho a disfrutar de vacaciones durante unas semanas
del año. Para hacer frente a esta realidad, el capitalismo procedió a
mercantilizar el tiempo libre de los trabajadores y convertirlo en
tiempo de ocio, mediante el fomento del consumo individual y familiar y
haciendo que ese tiempo estuviera regido por la lógica del capital,
porque, por ejemplo, las vacaciones se disfrutan en hoteles, balnearios o
playas en las cuales se despliega una actividad mercantil que genera
ganancias. Por esa razón, Herbert Marcuse señalaba que a una sociedad
libre corresponde un tiempo libre y a una sociedad represiva un tiempo
de ocio.
2. Generalización de la expropiación del tiempo
En el mundo contemporáneo, la expropiación del tiempo se ha
extendido a todos los ámbitos de la vida y no se limita, como antes, al
terreno laboral. En el capitalismo actual la expropiación del tiempo de
la vida se expresa, de manera paradójica, en la falta de tiempo.
Esto es ocasionado por el culto a la velocidad, la aceleración de
ritmos, la dilatación de los trayectos de las ciudades, la incorporación
de las periferias urbanas mediante la generalización del automóvil, los
embotellamientos por el exceso de vehículos privados, la conversión del
ocio en una mercancía, la omnipresencia esclavizante del celular, el
sometimiento al televisor, frente al cual las personas pasan una buena
parte de su existencia, la ampliación de la jornada de trabajo… Un dicho
africano expresa de manera contundente nuestra falta de tiempo: “Todos
los blancos tienen reloj, pero nunca tienen tiempo” (Chesneaux, 1996:
41).
Esta expropiación del tiempo de la vida está relacionada con la
definición del poder en términos del control del tiempo ajeno. En
concreto, para decirlo en términos de David Anisi:
Todos partimos de una igualdad básica. Independientemente de
nuestras coordenadas sociales, el día tiene veinticuatro horas para
todos. Técnicamente el tiempo es algo imposible de producir. Sólo el
ejercicio del poder, al apropiarnos del tiempo de los demás, puede
acrecentarlo. El poder se mide como la relación entre el tiempo obtenido
de los demás y el tiempo necesario para conseguir esa movilización
(Anisi, 2006: 14).
Hasta ahora, a importantes sectores de la sociedad el capitalismo
no les había podido expropiar su tiempo, si recordamos que “el tiempo es
el único recurso del cual pueden disponer gratuitamente los que viven
en el escalón más bajo de la sociedad” (Sennett, 2006: 14). Esto era
aplicable a gran parte de la población que habitaba en los países
periféricos y también concernía a las personas que se encontraban en los
territorios de la antigua Unión Soviética y de Europa oriental. En el
caso de nuestros países, pobres y periféricos, al capitalismo sólo le
interesaban aquellas personas que pudieran convertirse en trabajadores
asalariados, fueran potenciales consumidores de mercancías materiales o
pudieran pagarse unas vacaciones –como manera de expropiarles el tiempo
libre, convertido en tiempo de ocio mercantil, comercializado en forma
de paquetes turísticos.
Las personas más pobres, que no podían, ni pueden, convertirse en
trabajadores asalariados, que no cuentan con dinero para consumir a
vasta escala y que tampoco tienen ingresos para ir de vacaciones, ahora
soportan la expropiación de su tiempo, por medio, principalmente, del
teléfono celular, convertido en un verdadero objeto de consumo masivo,
tan omnipresente hoy en día como los relojes de mano. Todas las clases
sociales usan celulares, aunque de diferente precio y calidad, pero con
la misma finalidad de consumir tiempo en una comunicación perpetua, y en
la mayor parte de los casos innecesaria. Eso lo hacen también los
pobres, sin empleo y en condiciones indignas de vida (sin escuelas, sin
salud, sin ingresos económicos, sin ninguna perspectiva vital,
aprisionados en tugurios, sin agua potable…), que invierten lo poco que
tienen en la compra de un celular y en adquirir tarjetas para hablar. En
ese sentido, puede decirse que hoy ni siquiera los pobres pueden
disponer gratuitamente de su tiempo, pues se les ha expropiado y se les
ha obligado a usarlo de forma permanente en parlotear en el celular o en
ver televisión basura, con lo cual no sólo pierden su tiempo sino que
producen fabulosas ganancias a los emporios multinacionales que
controlan y manejan la economía de los teléfonos celulares.
En el caso de la antigua URSS y los países de Europa oriental, la
gente constata la magnitud de los cambios experimentados en los últimos
veinte años en el “tiempo perdido”. Las personas que hablan de la época
anterior a 1989-1991 coinciden en que antes les sobraba tiempo para
tener amigos, visitarlos, hablar con ellos, conversar y compartir.
Ahora, nada de eso existe, porque el capitalismo ha impuesto un ritmo
frenético y veloz, en el que ya no les queda tiempo para nada, ni para
los amigos, ni para disfrutar de alguna actividad cultural o de goce
personal (leer, ver una película, ir a un concierto o a una obra de
teatro), algo que no sólo era gratuito hace un cuarto de siglo sino que
convocaba a importantes sectores de la población. Hoy predomina el
tiempo cuantitativo, vacío, homogéneo y abstracto, que se expresa, entre
otras muchas cosas, en la generalización de la televisión basura al más
puro estilo estadounidense. Las bibliotecas están vacías, se ha
reducido dramáticamente la lectura y la compra de libros. A cambio, la
mayor parte de la gente malvive en el rebusque diario para conseguir su
sustento y un ritmo vertiginoso caracteriza sus existencias
pauperizadas.[1]
En síntesis, con la universalización del capitalismo lo que hoy se
está viviendo es la plena “subsunción de la vida al capital”, que
implica que se han mercantilizado y sometido a la férula del tiempo
abstracto todos los aspectos de la vida. En concordancia con este
presupuesto, el capital ha rotó la distancia que separaba el tiempo de
trabajo y el tiempo libre, o el tiempo de la vida. Eso se ha logrado con
la utilización de múltiples estrategias, entre las que sobresalen la
flexibilización laboral, que no es otra cosa sino el alargamiento de la
jornada de trabajo y el regreso a formas de explotación donde impera la
plusvalía absoluta, la deslocalización de empresas a otros países y
continentes, en los que se puede someter a vastos contingentes de
trabajadores a ritmos infernales y prolongados de explotación diaria
(jornadas de 15 o más horas de trabajo) y, sobre todo, el empleo de la
tecnología electrónica y digital. Este aspecto es tan crucial, que
amerita ser tratado con algún detalle.
Un primer dato, indicativo del fenómeno que comentamos, está
referido a un hecho que contraviene los anuncios de algunos teóricos del
trabajo, como André Gorz, quienes habían previsto la reducción del
tiempo de trabajo y el correlativo incremento del tiempo libre y de
ocio. No obstante, se ha presentado una situación completamente opuesta a
lo anunciado: un incremento inesperado del tiempo de trabajo en el
mundo. Una persona nacida en 1935 llegó a trabajar 95 mil horas; a una
persona que nació en 1972 se le preveía una vida laboral de 40 mil
horas; y las personas recién empleadas en la primera década del siglo
XXI van a tener que trabajar 100 mil horas[2].
¡Toda una vida de trabajo!, en el sentido literal del término. Si a eso
le agregamos que un habitante promedio de los Estados Unidos, el país
en donde el trabajo es una enfermedad, gasta 1.500 horas al año metido
en su automóvil (lo que en unos 30 años representa 45.000 horas),
podemos comprender el predominio del tiempo no libre en el capitalismo
de hoy.
De la misma manera, la introducción de aparatos microelectrónicos
en el ámbito laboral, especialmente el teléfono celular, ha roto la
separación entre tiempo de trabajo y tiempo libre, o, más exactamente,
el tiempo de trabajo ha absorbido el tiempo libre. En este caso, “el
teléfono celular tomó el lugar de la cadena de montaje en la
organización del trabajo cognitivo: el infotrabajador debe ser ubicado
ininterrumpidamente y su condición es constantemente precaria” (Berardi
Biffo, 2010: 27).
Aunque no exista otro momento en la historia del capitalismo, como
el de las dos últimas décadas, en que tanto se hayan exaltado las
libertades individuales, en la práctica tenemos que el tiempo laboral se
ha celularizado y cada día se parece más al trabajo de los esclavos,
porque
ya nadie puede disponer de su propio tiempo. El tiempo no
pertenece a los seres humanos concretos (y formalmente libres) sino al
ciclo integrado de trabajo. Sólo los desertores escolares, los
vagabundos, los fracasados, los ociosos desocupados pueden disponer
libremente de su tiempo (íd).
Lo que resulta más significativo con respecto a la mezcla del
tiempo de trabajo y el tiempo libre radica en que, por lo común, las
nuevas generaciones de trabajadores lo aceptan como algo normal,
especialmente los llamados trabajadores cognitivos, porque conciben al
trabajo como la parte más importante de su vida y ellos mismos tienden a
prolongar de manera voluntaria su jornada de trabajo. Un cambio
antropológico y social tan importante se explica por múltiples razones:
la pérdida de vínculos humanos en las grandes ciudades en donde los
nexos entre las personas se han convertido en un envoltorio muerto y sin
placer; la mercantilización y el culto al consumo como la razón de ser
de la existencia humana y de los trabajadores, lo cual se complementa
con la crisis de los proyectos emancipatorios; el culto a los artefactos
tecnológicos como sustitutos de las relaciones con otros seres humanos;
el éxito del capital en imponer su ideología individualista en la que
se atenúa y se reducen, y en algunos sectores, desaparecen, las luchas
colectivas y se enfatiza la cuestión del triunfo individual, que en
forma supuesta se alcanzaría subordinándose por completo a los intereses
del capital. En resumen,
el efecto que se produjo en la vida cotidiana durante las
últimas décadas es el de una des-solidarización generalizada. El
imperativo de la competencia se volvió dominante en el trabajo, en la
comunicación, en la cultura, a través de una sistemática transformación
del otro en un competidor e incluso en un enemigo. Una máquina de guerra
se esconde en todo nicho de la vida cotidiana (ibíd.: 87).
Como se ha impuesto la lógica de la mercantilización absoluta y del
consumo como sinónimo de felicidad humana, se concibe que se debe
trabajar y endeudarse, es decir, dedicar mayor tiempo al trabajo, con la
expectativa ingenua de obtener más dinero para comprar más mercancías,
que permitirán el disfrute del tiempo libre, el cual cada vez es más
lejano, precisamente porque la vida no alcanza para trabajar tanto y
conseguir dinero para pagar las deudas que se han adquirido en la
perspectiva de tener algún día tiempo libre. Así,
Cuanto más tiempo dedicamos a la adquisición de medios para
poder consumir, tanto menos nos queda para poder disfrutar el mundo
disponible. Cuanto más invirtamos nuestras energías nerviosas en la
adquisición de dinero, tanto menos podemos invertir en el goce [...]
Para tener más poder económico (más dinero, más crédito) es necesario
prestar más tiempo al trabajo socialmente homologado. Pero esto supone
reducir el tiempo de goce, de experimentación, de vida.
La riqueza entendida como goce disminuye proporcionalmente al
aumento de la riqueza como valor económico, por la simple razón de que
el tiempo mental está destinado a acumular más que a gozar (íd).
La utilización de los artefactos microelectrónicos y digitales en
el trabajo además de hacer que desaparezca el tiempo libre, fragmentan y
precarizan aún más la actividad laboral. Esa precarización no es
solamente una cuestión jurídica, en la cual los individuos no tienen
derechos, sino que además supone “la disolución de la persona como
agente de la acción productiva y la fragmentación del tiempo vivido”
(ibíd.: 91). Esto quiere decir que en el plano de la organización del
trabajo se generaliza la individualización de las tareas, hasta el punto
que el colectivo trabajador puede ser disuelto, como ocurre en el
llamado trabajo en red, donde ciertos individuos se conectan durante un
tiempo para realizar un determinado proyecto, luego se desconectan y se
vuelven a conectar en el momento en que tienen un nuevo proyecto. De
esta forma, se pone en marcha la “dinámica de la descolectivización”, un
logro muy importante para el capitalismo de nuestra época, porque
el trabajo se organiza en pequeñas unidades que auto
administran su producción, las empresas apelan más ampliamente a los
temporarios y a los contratados, y practican la terciarización en una
gran escala. Los antiguos colectivos no funcionan y los trabajadores
compiten unos con otros, con efectos profundamente desestructurantes
sobre las solidaridades obreras (Castel, 2010: 24s.).
Por ello, el capital reclama su derecho de moverse libremente por
el mundo para “encontrar el fragmento de tiempo humano en disposición de
ser explotado por el salario más miserable” y luego de usarlo lo tira a
la basura. Esto es posible porque el tiempo de trabajo ha sido
fractalizado, es decir, se ha reducido a fragmentos mínimos que luego se
pueden recomponer y por eso el capital busca el lugar donde impera el
salario más miserable. Aunque la persona que trabaja es jurídicamente
libre, el control de su tiempo por un poder extraño, el del capital, lo
hace esclavo; sencillamente, “su tiempo no le pertenece, porque está a
disposición del ciberespacio productivo recombinante” (Berardi Bifo,
2010: 92). A esta nueva forma se le puede denominar el esclavismo
celular, lo cual se evidencia de manera contundente en el BlackBerry, un
aparato que reproduce el nombre de un instrumento usado en la época de
la esclavitud en los Estados Unidos, que se ataba en los tobillos de los
esclavos para que no huyeran, para que su tiempo siguiera
perteneciendo, por la fuerza bruta, a los esclavistas. Algo similar
sucede hoy, cuando el BlackBerrymantiene a la gente esclava de otros,
principalmente de los patronos y empresarios, siempre atados de manos y
cerebro a ese aparatejo insoportable.
El tiempo laboral de los trabajadores cognitivos se ha celularizado
porque se divide en fragmentos, en células, que de manera
despersonalizada el capital hace circular por la red, y se mantiene una
conectividad perpetúa, a través del teléfono celular, que obliga a que
los trabajadores precarizados estén disponibles como esclavos
posmodernos, cuando el capital los requiera. Esto es posible porque
ahora “la persona no es más que el residuo irrelevante, intercambiable,
precario del proceso de producción de valor. En consecuencia, no puede
reivindicar derecho alguno ni puede identificarse como singularidad”,
por ende es un esclavo celular y del celular (íd.). El trabajador se
convierte así en un código de barras, que no importa como ser humano,
por su subjetividad, sino sólo porque es una pieza más de un engranaje
conectado en red, a través de la computadora, Internet y, en la forma
más íntima, a través del teléfono celular.
Y, entre paréntesis, si el objetivo es convertir a los seres
humanos que trabajan en un simple código de barras, como el de cualquier
objeto mercantil que se vende en un supermercado, también se transforma
la escuela y la universidad para hacerlas funcionales a este propósito.
No otra cosa es lo que está sucediendo en nuestros días con las
transformaciones educativas cuya finalidad es producir terminales
humanos que sean compatibles con un circuito productivo, porque ya el
objetivo explícito del capital es transformar a los seres humanos en
engranajes de la producción de valor en el capitalismo y para lograrlo, o
sea, convertirlos en códigos de barras, hay que eliminar las
diferencias culturales e históricas en los procesos de enseñanza. Eso se
expresa, por ejemplo, en la nueva lengua de la escuela, con sus
estándares universales de créditos, competencias, movilidad
internacional, saberes comunes y homogéneos, acreditación externa, todo
lo cual no es sino la legalización administrativa y pretendidamente
pedagógica de nuestra conversión en códigos de barras.
Y esto tiene que ver con los saberes de forma directa. En efecto,
La producción del espacio productivo del saber se articula en
estrecha relación con la construcción de la tecnosfera digital de red.
La dinámica de la red muestra una fundamental duplicidad: por un lado,
su expansión requiere un potenciamiento de los agentes sociales del
saber. Pero, por otro lado, y al mismo tiempo, somete la transmisión de
saber a automatismos tecno-linguisticos modelados según el paradigma de
la competencia económica.
Todo agente de sentido, si quiere volverse productivo,
operativo, debe ser compatible con el formato que regula los
intercambios y vuelve posible la interoperabilidad generalizada en el
sistema (ibíd.: 98).
En tales circunstancias, la potencia del Internet no es otra cosa
que una potencia de despersonalización a vasta escala, de liquidación de
la singularidad y de la individualidad. Se han creado “las condiciones
para la reproducción ampliada de un saber sin pensamiento, de un saber
permanente funcional, operacional, desprovisto de cualquier dispositivo
de auto-dirección (ibíd.: 98s.)”.
Por supuesto, esto genera patologías entre la población en general y
entre los trabajadores en particular, porque la comunicación
obligatoria se ha convertido en una epidemia. Su lógica es simple pero
destructiva de la psiquis individual: si quieres sobrevivir en el
capitalismo actual tienes que ser competitivo y para serlo requieres
estar conectado todo el tiempo, recibir y enviar información sin pausa,
manejar una masa creciente de datos, suministrar tu tiempo, siempre, a
quien lo requiera. Ya no eres dueño de tu tiempo nunca, ni de día, ni de
noche, ni los fines de semana, siempre debes estar dispuesto a dar tu
tiempo a quien te lo compre a bajo precio. Esto genera un estrés
permanente, porque debe estarse atento a la información que recibes y la
que se te solicita, a la par que tu tiempo disponible para la
afectividad y las relaciones personales prácticamente se reduce a cero.
Con estas dos tendencias se devasta el psiquismo individual. En estas
condiciones, se presenta un cambio trascendental:
Mientras el capital necesitó extraer energías físicas de sus
explotados y esclavos, la enfermedad mental podía ser relativamente
marginalizada. Poco le importaba al capital tu sufrimiento psíquico
mientras pudieras apretar tuercas y manejar un torno. Aunque estuvieras
tan triste como una mosca sola en una botella, tu productividad se
resentía poco, porque tus músculos funcionaban. Hoy el capitalismo
necesita energías mentales, energías psíquicas. Y son precisamente ésas
las que se están destruyendo. Por eso las enfermedades mentales están
estallando en el centro de la escena social (ibíd.: 179).
Todo esto lo ha hecho posible el capital, porque desde el momento
en que surge la medición del tiempo, en horas, minutos y segundos, se
puede comprar y vender, es decir, el tiempo se convierte en una
mercancía. Hasta no hace mucho tiempo esto aparecía como algo etéreo,
pero hoy se hace evidente de una manera gráfica. En Colombia, y
suponemos que eso se reproduce en otros países del mundo, las personas
que alquilan celulares tienen unas avisos en papel en los que se puede
leer: “Se venden minutos”, lema comercial que también agitan a viva voz,
diciendo “minutos a 100 pesos”. Incluso, las empresas comercializadoras
de los teléfonos celulares no les importa tanto, o por lo menos de
manera exclusiva, que la gente tenga un Móvil, sino que lo use sin
pausa, que hable no ya minutos sino horas o días, lo que ha logrado
plenamente. Por eso, esas empresas ofrecen tarjetas que cada vez tienen
más minutos. Así, se venden tarjetas con las que se puede hablar durante
2.000 o 3.000 o 5.000 minutos. La gente las compra y se ve obligada a
consumirlas en un tiempo determinado. Es decir, que de manera forzada
tiene que hablar durante 50 o más horas en un corto lapso de tiempo,
unos dos o tres meses. Esto, aparte de generar una verdadera neurosis
individual y colectiva y un chismorroteo insustancial para comunicarse
cosas triviales que no requieren de ninguna conexión telefónica, es un
espectacular negocio para las empresas de telefonía celular, a costa del
tiempo de la gente.
Todo lo señalado constituye una verdadera expropiación del tiempo
personal y produce una neurosis colectiva, que todos los días soportamos
en el bus, en la universidad, en los teatros, en donde sea, porque
tarde o temprano el insoportable sonido del celular interrumpe cualquier
actividad, por sublime que fuese, como el hacer el amor. Al respecto,
en España se dice que un 40 por ciento de las personas interrumpen
relaciones sexuales para contestar el celular. Aparte de la expropiación
del tiempo personal hay otra expropiación igualmente grave, la de la
dignidad individual, la de la autoestima, porque hasta se ha perdido la
pena y la vergüenza: antes una conversación telefónica era algo privado,
de la que no tenía por qué enterarse nadie que estuviera cerca. Hoy,
eso es cosa del pasado, ya que la gente habla y cuenta sus cosas
personales delante de cualquiera. Esta expropiación de la dignidad es
como un esnobismo público permanente, como se evidencia con las mal
llamadas redes sociales (Facebook y similares), en las que se socializan
por la red, y en forma visual, hasta las relaciones íntimas.
La generalización de la conectividad perpetua tiene como
consecuencia que la gente sienta la necesidad imperiosa de estarse
comunicándose todo el tiempo, enviando mensajes, averiguando o que le
averigüen dónde está y qué está haciendo. Si no se puede comunicar o no
le contestan cunde el pánico, se siente abandonado. Lo paradójico radica
en que la gente se comunica todo el tiempo, pero eso no es un resultado
del enriquecimiento de las relaciones sociales, sino todo lo contrario,
de la muerte de cualquier relación social. Esto indica que estamos
viviendo una catástrofe temporal, porque en la comunicación virtual y
digital
la presencia del cuerpo del otro se vuelve superflua, cuando no
incomoda y molesta. No queda tiempo para ocuparse de la presencia del
otro. Desde el punto de vista económico, el otro debe aparecer como
información, como virtualidad y, por tanto, debe ser elaborado con
rapidez y evacuado en su materialidad (ibíd.: 184).
En conclusión,
acabamos por amar lo lejano y por odiar lo cercano porque este
último está presente, porque huele, porque hace ruido, porque molesta, a
diferencia de lo lejano que se puede hacer desaparecer con el zapping…
Estar más cerca de quien está lejos que de quien está a nuestro lado es
un fenómeno de disolución política de la especie humana. La pérdida del
propio cuerpo comporta la pérdida del cuerpo de los demás en beneficio
de una especie de espectralidad de lo lejano (Virilio/Petit, 1996: 42,
46).
En consonancia con el tiempo virtual, instantáneo e inmediato, se
impone la velocidad, esa cierta forma de fascismo que tanto denunció en
su momento Pierre Paolo Pasolini, al señalar el impacto de la tecnología
en la vida de la gente en su Italia de las décadas de 1960 y 1970. Y el
culto a la velocidad está en la base de las diversas formas de
expropiación del tiempo en el mundo contemporáneo, las cuales ameritan
un breve análisis.
a) Expropiación del tiempo en el centro comercial y en los supermercados
Un espacio que rompe brutalmente el tiempo son los centros
comerciales y los hipermercados, que establecen una jornada interrumpida
de quince o más horas y todos los días de la semana. Los dueños de
estos supermercados determinan que no se cierre al mediodía, pauta que
siguen otros almacenes y establecimientos. Así se fractura el horario de
la siesta y se quiebra a los pequeños comerciantes y artesanos. Esto
tiene también consecuencias sobre el tiempo libre y el tiempo urbano,
porque “cualquier instante de nuestro tiempo libre se rellena por algún
tipo de conexión comercial, convirtiendo así al tiempo en el más escaso
de todos los recursos” (cit. en Angulo/Unzueta). Entre esos efectos se
encuentran que la gente que trabaja durante un horario prolongado y/o
los fines de semana descuida a sus hijos y familiares, se incrementa el
uso del automóvil privado y, por ende, los embotellamientos y la
contaminación.
En algunos supermercados de los Estados Unidos se registra una de
las más aberrantes formas de expropiación del tiempo de los
trabajadores, cuando de manera casi inverosímil, ni siquiera se les
permite que vayan al sanitario, en razón de lo cual esos trabajadores se
ven obligados a usar pañales en el sitio de trabajo, dada la amplitud
de la jornada laboral[3] (cit. en Carr, 2011).
Debe agregarse a tan degradante expropiación del tiempo de la gente
y de expropiación de su dignidad personal, la generalización del
control y la vigilancia sobre los trabajadores, situación que justifican
los empresarios con el argumento que deben protegerse contra el robo de
tiempo por parte de los empleados. Se ha vuelto algo normal, y no lo es
de ningún modo, que los empresarios vigilen a sus trabajadores de día y
de noche, en el puesto de trabajo y fuera de él, que husmeen en sus
correos electrónicos si usan Internet, graben y registren sus
movimientos, controlen sus actividades personales mediante el celular y
los mantengan en contacto permanente, incluso en los instantes en que
los trabajadores están en sus casas o en sus “momentos de ocio”.
En el centro comercial el logos cartesiano ha desaparecido para dar
paso a la implacable lógica mercantil, que se resume en la frase
“Consumo, luego existo” y ese es, desde luego, no sólo un consumo de
mercancías sino de tiempo, medido cuantitativamente en dinero, que
expresa una auténtica colonización del tiempo personal. El supermercado y
el centro comercial expropian tiempo a la gente de múltiples maneras,
porque se convierten en el principal lugar de “sociabilidad”, ante la
clausura de los espacios públicos (parques, bibliotecas, teatros), y la
sensación de inseguridad que se pregona por doquier, pero de una
sociabilidad reducida al puro ámbito del consumo mercantil, del desfile
de modas, del mundo sin contradicciones, en donde todo es limpio e
iluminado, y no hay ni pobres ni ricos, porque están unificados por el
deseo hedonista de consumir.
b) Expropiación del tiempo de la comida
La expropiación del tiempo de la gente barre todas aquellas
costumbres y tradiciones, inscritas en un tiempo lento, de la modorra,
de la quietud, todas las cuales son despreciadas por el capitalismo como
expresión de atraso, de pereza, de falta de competitividad, de
ineficiencia, de improductividad y de mil calificativos por el estilo.
Tal cosa sucede con el acortamiento, desaparición o transformación de
cosas tan humanas como comer con tranquilidad o hacer la siesta.
Fast Food no sólo es un tipo de comida sino un estilo de
vida, con una temporalidad acelerada, en la que se pierden los nexos
sociales que históricamente se han creado alrededor de la mesa. No vamos
a referirnos a sus consecuencias sobre la salud de la gente, sino a los
efectos que tiene en términos de expropiación del tiempo. La comida es
una de las formas culturales más importantes para cualquier sociedad,
porque en torno a ella se tejen relaciones humanas, en la medida en que
se preparan, se consumen y se degustan los alimentos, los cuales a lo
largo del tiempo gestan tradiciones y costumbres que dan identidad a los
pueblos, porque “comer no es una mera actividad biológica sino también
una actividad vibrantemente cultural” (Mintz, 2003: 78). El comer en
términos culturales se ha basado hasta no hace muchos años en el sentido
de la lentitud, uno de los lujos más preciosos que existen, porque una
buena comida requiere y necesita tiempo, en su preparación y en su
degustación.
Esto queda hecho añicos con la imposición de la comida rápida, cuyo
símbolo principal esta constituido por los restaurantes McDonald’s, los
cuales constituyen un modelo a pequeña escala de lo que es el
capitalismo realmente existente. Primero, en términos laborales, la
fuerza de trabajo empleada en esos restaurantes es una de las peores
expresiones de la flexibilización y la precarización laboral, tanto por
los bajos salarios, como por las mismas condiciones de trabajo en la que
no existe la posibilidad de protestar y de organizarse sindicalmente.
Aunque a primera vista parezca que el trabajador de McDonald’s es
polivalente, porque realiza una serie de faenas en la venta de
hamburguesas, en realidad esa labor es profundamente monótona y
rutinaria, típica del fordismo, en la que se le prohíbe que tome
cualquier iniciativa y no puede ni hablar con los clientes. Segundo, en
términos de los consumidores, el objetivo de los McDonald’s es llenar de
comida a los comensales para que estos devoren rápido y sin pestañear.
Que coman lo más posible en el menor tiempo, y desocupen el restaurante,
el cual es diseñado sin ningún atractivo interesante y obliga a la
gente a comer e irse de inmediato. Como de lo que se trata es de
promover la rapidez, los platos que ofrecen los restaurantes de Fast Food son
pocos, estandarizados y producidos en serie. De esta forma, no sólo se
come rápido sino siempre lo mismo, con el pretexto de que así se gana
tiempo.
El argumento dominante para justificar la generalización del
McDonald’s es que el capitalismo actual es profundamente vertiginoso y
la forma de comer también lo debe ser. Se supone que así se está
beneficiando al consumidor, lo que en el caso de la comida chatarra es
completamente falso, y no sólo por los problemas nutricionales y de
salud que origina, sino porque altera aspectos fundamentales de las
relaciones sociales de las personas que, cuando comen, cada vez son más
solitarios y acelerados, porque necesitan tiempo para el trabajo, al
cual se le deben dedicar la mayor parte de las energías individuales. El
Fast Food no deja tiempo ni para la compañía, ni la solidaridad, ni la hospitalidad.
Habría que preguntarse, además, cuál es el costo humano y ambiental
de la comida rápida, es decir, en que medida la temporalidad acelerada
de los McDonald’s destruye la temporalidad pausada de la naturaleza y de
las sociedades campesinas. ¿En cuantos días o semanas se destruyen los
bosques del mundo, resultado de lentos procesos de evolución natural, en
los cuales se va a producir el pasto que alimenta a las vacas, que van a
ser factorías de carne de las que sale la materia prima de las
hamburguesas?
En este caso, la rapidez que se le imprime al comer suprime la
importancia de los saberes locales, sacrificados a nombre de un
universal superior, la hamburguesa made in USA, y donde se
aplican unas mismas formulas química y recetas que uniformizan y
degradan el gusto y empobrecen los saberes del mundo. En contraposición,
debe reivindicarse la alimentación lenta, en la cual se respeten las
tradiciones alimenticias locales, y la alimentación refleje valores
humanos de buen vivir y compartir, más allá de la eficiencia y la
predictibilidad de lo que se va a consumir, que recupere los saberes
artesanales que se transmiten de generación en generación y respete lo
autóctono y lo natural de un territorio determinado y se constituya en
un espacio para compartir con familiares y amigos. No por azar, los
partidarios de la Slow food (comida lenta) tienen como símbolo al
caracol, tal como lo explica Carlo Petrini: “Emblema de la lentitud,
este animal cosmopolita y prudente es un amuleto contra la velocidad, la
exasperación, la distracción del hombre demasiado impaciente para
sentir y gustar, ávido para recordar lo que recién ha terminado de
devorar” (Petrini, 2006).
c) Expropiación de la siesta
En cuanto a la siesta se refiere, se ha hecho dominante su
desprecio por considerarla como el mejor ejemplo de lo que genera el
atraso y el subdesarrollo, porque quienes practican y reivindican la
siesta son vistos como perezosos e improductivos. La siesta en esa
perspectiva es una tradición de holgazanes, que pierden el tiempo y no
les gusta trabajar y quien la hace derrocha el dinero y el tiempo de
otros, porque mientras duerme plácidamente los demás trabajan como
bestias, como quien dice la persona que hace la siesta es vista como un
parasito. En contra de tan discutibles opiniones, propias del tiempo
capitalista que sólo mide la importancia de las cosas y de las prácticas
humanas por su carácter mercantilista y productor de ganancia, la
siesta puede considerarse como un derecho humano fundamental, porque
desde el punto de vista biológico el organismo necesita descansar no
sólo durante la noche sino una vez al día, además que ese breve lapso de
tiempo después del almuerzo en que se puede dormir resulta
trascendental para desarrollar todas las actividades individuales. La
siesta ayuda en el rendimiento individual, incrementa la capacidad de
atender y concentrarse en determinada labor, contribuye a mejorar la
vida sexual, la memoria y el genio, retrasa el envejecimiento, reduce el
estrés y la ansiedad. Según Sara C. Mednick, psicóloga y experta en el
sueño humano, la siesta es tan importante que “hace que el cerebro opere
con la máxima eficiencia, que el cuerpo sea más ágil y sano y, por
encima de todo, no tiene efectos colaterales”[4].
Si todo esto es cierto, la expropiación de la siesta se constituye
en un atentado contra la salud de los seres humanos y por eso hoy
adquiere mucho sentido plantearse una revolución de la siesta, que la
reivindique como un derecho humano fundamental, en estos tiempos
vertiginosos en que no queda tiempo para aquello que no esté regido por
la lógica de la ganancia y de la acumulación.
d) La expropiación del tiempo de la noche
Hasta no hace muchas décadas la noche estaba consagrada al descanso
y al reposo, salvo en las fábricas donde desde finales del siglo XIX,
tras la invención de la luz eléctrica, el capitalismo había implantado
la jornada perpetua de 24 horas de trabajo, en unidades productivas que
nunca cerraban y en las cuales las máquinas no se detenían jamás. A ese
ritmo febril se tuvieron que acoplar a la fuerza los obreros, que
debieron repartirse los turnos y laborar en la noche. Esa fue la primera
expropiación del tiempo nocturno, un momento en el cual nuestro reloj
biológico, por disposición genética, nos dice que debemos dedicarnos a
descansar, porque nuestro organismo está adecuado para eso y no para
estar despierto y menos trabajando.
Después, cuando la luz salió de las fábricas y se extendió por las
ciudades, en el siglo XX, se alargó el tiempo cotidiano de la gente, que
podía salir y deambular en la noche. En el último medio siglo en casi
todo el mundo se presentó otro cambio drástico que se proyecta hasta el
día de hoy, consistente en que la televisión se fue convirtiendo en un
instrumento permanente en los hogares y cada vez se fue ampliando más el
tiempo de transmisión televisiva, hasta durar hoy las 24 horas del día.
En este caso, se asiste a la expropiación del tiempo personal de las
familias que empezaron a dedicarle una parte sustancial de sus vidas a
ver televisión, que en algunos casos, como en los Estados Unidos, supone
que cada persona vea en promedio siete horas diarias de televisión, en
razón de lo cual ese aparato se ha convertido en uno de los principales
medios de educación de nuestra época.
Esta expropiación de la noche que acompaña la desbocada
urbanización en el mundo produce cambios significativos en el
comportamiento de los seres humanos y una modificación brusca del
entorno natural y de los ecosistemas, así como de las costumbres y
hábitos temporales de las personas, que pierden todo vínculo evidente y
directo con la naturaleza y sólo se relacionan con el medio artificial,
principalmente con la luz eléctrica. Ya lo decía Pasolini en uno de sus
últimos escritos que se habían acabado las luciérnagas en la Italia de
comienzos de la década de 1960 y que las nuevas generaciones no tenían
ni idea que aquéllas habían existido y, por lo tanto, no podían quejarse
por su desaparición. En donde habían luciérnagas ahora aparecían
centros comerciales, propiedad de capital transnacional, y en contra de
esa presunta modernización en la que se adora el cemento, la luz de neón
y el fulgor y sonido de los artefactos electrónicos, Pasolini declara:
“Yo, por más multinacional que sea, daría toda la Montedison (un centro
comercial) por una luciérnaga” (Passolini, 1983).
Así como han desaparecido las luciérnagas, también han desaparecido
las estrellas en la noche, o mejor, nunca las vemos porque no tenemos
ni tiempo ni espacio para mirar hacia arriba. La luz artificial nos
ciega o estamos resguardados, los que podemos, en nuestras cuatro
paredes ante la luz espectral del televisor.
e) La expropiación de la memoria y del pasado
Haremos mención al aspecto crucial de la expropiación de la memoria
y del pasado de las sociedades, las culturas y los seres humanos. Para
comenzar, un punto de partida crítico está referido a la manera como el
abuso de los artefactos electrónicos, de manera principal Internet y el
Celular, están alterando el funcionamiento del cerebro en general y de
la memoria en particular. Al respecto valga señalar que las denominadas
tecnologías intelectuales tienen un impacto directo sobre el
funcionamiento del cerebro, hasta tal punto que, según estudios
neurológicos, lo que se está alterando es nuestro propio cerebro y no
solamente la forma en que nos comunicamos. Esto lo han confirmado
estudios en los que se señala el impacto contundente sobre la memoria a
largo plazo, la más importante que tenemos, y la memoria a corto plazo.
La primera memoria guarda recuerdos que duran mucho tiempo, incluso de
por vida. La segunda aloja recuerdos que duran muy poco, en muchos casos
sólo unos cuantos segundos. La memoria a largo plazo es la sede del
entendimiento, porque no sólo almacena datos y hechos sino, lo más
importante, conceptos y esquemas, los cuales permiten organizar datos
dispersos. Como lo dice John Swellwr, un estudioso del asunto: “Nuestra
capacidad intelectual proviene en gran medida de los esquemas que hemos
adquirido durante largos períodos de tiempo. Entendemos conceptos de
nuestras áreas de pericia porque tenemos esquemas asociados a dichos
conceptos” (cit. en Carr, 2011: 153).
Ahora resulta que con la sobrecarga de información a que estamos
expuestos todos los días por los sistemas microelectrónicos nos
saturamos de datos que asume la memoria de corto plazo, sin poderla
conectar con la información almacenada en la memoria de largo plazo. En
tal caso, no estamos en capacidad de distinguir lo relevante de lo
irrelevante, o en otras palabras, estamos perdiendo la memoria y “nos
convertimos en descerebrados consumidores de datos” (ibíd.: 153).
Lo que resulta sintomático de la presión a que está siendo sometido
nuestro cerebro y nuestra memoria de largo plazo se muestra con el
hecho que, en gran medida, los cultores de la inteligencia artificial
están adecuando la memoria de corto plazo a la lógica de funcionamiento
de los ordenadores, lo que quiere decir que “entrenamos nuestros
cerebros para que presten atención a tonterías”, algo que tiene funestas
consecuencias sobre nuestra vida intelectual. En resumen:
Las funciones mentales que están perdiendo la “batalla neuronal
por la supervivencia de las más ocupadas” son aquellas que fomentan el
pensamiento tranquilo, lineal, las que utilizamos al atravesar una
narración extensa o un argumento elaborado, aquellas a las que
recurrimos cuando reflexionamos sobre nuestras experiencias o
contemplamos un fenómeno externo o interno. Las ganadoras son aquellas
funciones que nos ayudan a localizar, clasificar y evaluar rápidamente
fragmentos de información dispares en forma y contenido, los que nos
permiten mantener nuestra orientación mental mientras nos bombardean los
estímulos. Estas funciones son, no por casualidad, muy similares a las
realizadas por los ordenadores, que están programados para la
transferencia a alta velocidad de datos dentro y fuera de la memoria.
Una vez más, parece que estamos adoptando en nosotros mismos las
características de una tecnología intelectual novedosa y popular (cf.
ibíd: 174s.).
Para los apologistas de las Nuevas Tecnologías de la Información
esto significa que el cerebro se reduce a un instrumento que procesa
datos y, en tal caso, la inteligencia humana ya no se diferencia de la
llamada inteligencia artificial. Esta concepción taylorista aplicada al
cerebro, la reproduce muy bien Google, cuyos gestores conciben a la
inteligencia como un proceso mecánico, constituido por una serie de
pasos que se pueden aislar, medir y optimizar, como el taylorismo ha
hecho con la división de tiempos y tareas para producir tornillos o
automóviles.
En esta perspectiva, no resulta sorprendente que se confundan la
memoria de los seres humanos con los espacios en que se almacena
información de los computadores y a eso se le llame memoria, sin rubor
alguno. La confusión resulta crítica porque de allí se desprende que el
computador puede remplazar a nuestra memoria biológica. No por azar,
ciertos apologistas de la tecnología lo dicen sin titubear: “Con un clic
en Google, memorizar largos pasajes o hechos históricos” ya es algo
obsoleto y en tal caso memorizar se considera una “pérdida de tiempo”
(Don Tapscotott, cit. en Carr, 2011: 220). Desde luego, si reducimos la
memoria humana a una simple caja que almacena información de corto
plazo, eso puede ser asumido por los computadores, pero si concebimos a
la memoria como una característica exclusivamente humana y que no se
reduce a recordar información desechable sino que es esencial para
nuestra vida, porque no sólo nos permite recordar sino sentir, pensar y
sobrevivir, tener emociones y empatía, las cosas cambian sustancialmente
porque la memoria está viva, y la que se llama memoria informática no.
Las transformaciones que están generando las Nuevas Tecnologías de
la Información sobre nuestro cerebro y memoria se relacionan con la
lógica del capitalismo actual de inscribir a los seres humanos en el
corto plazo, o más exactamente, en el carácter instantáneo del tiempo
comercial, un perpetuo presente, sin pasado ni futuro. El ritmo
vertiginoso y acelerado del capitalismo sólo deja tiempo para consumir y
tirar a la basura, con lo cual se anulan las diferencias temporales.
Ahora, “el proceso productivo se presenta objetivamente como un gran
flujo informático que atraviesa los espacios tradicionales
destruyéndolas y que anula las distancias temporales con una inaudita
aceleración del tiempo (casi hasta la desaparición de las temporalidades
tradicionales: noche, día, laborable, festivo, etcétera)” (Barcellona,
1992: 23). De esta forma se nos ha robado el tiempo y el espacio, y por
tanto no hay lugar para la memoria, salvo que esta se puede convertir
también en una mercancía, en un bien de consumo, lo cual la transforma y
la aplasta, porque deja de ser un patrimonio crítico del individuo y de
la sociedad y deviene en un artefacto insustancial que se reduce a la
memoria informática, como indicamos más arriba.
En esas condiciones desaparece el ser humano como un sujeto
histórico, con vínculos profundos con su pasado personal y social, para
quedar reducido a un mero consumidor, que vive en un presente eterno,
sin antes ni después. De ahí que, entre otras cosas, en las reformas
educativas implementados en los últimos años en diversos países del
mundo se proponga de manera clara el abandono a las nociones temporales,
para que los estudiantes se doten de competencias laborales y
empresariales, atadas a la producción y al consumo inmediatos, como
cosas que son presentadas como las únicas útiles que existen. Esto no es
otra cosa sino hundirnos en la barbarie, que, según Philip Rieff, es
“la ausencia de memoria histórica. Y esto es precisamente lo que
caracteriza la mentalidad mecanicista del tecnólogo” (cit. en Riechmann,
2006: 231).
Desde otro punto de vista, la expropiación de la memoria fortalece
al capitalismo, si la ubicamos en la perspectiva que su expansión
mundial aniquila otros espacios y otras temporalidades. En ese sentido,
El tiempo real corre el riego de hacernos perder el pasado y el
futuro a favor de una “presentificación” que supone una amputación del
volumen del tiempo. El tiempo es volumen. No es sólo un espacio tiempo
en el sentido de la relatividad. El volumen y profundidad del sentido, y
el advenimiento de un tiempo mundial único que liquide la multiplicidad
de tiempos locales es una perdida considerable de la geografía y de la
historia (Virilio/Petit, 1996: 79).
Debe enfatizarse que existe otro elemento adicional, la
expropiación de la memoria de las luchas de los oprimidos, cuyas gestas y
logros, que se han materializado en importantes rebeliones y
revoluciones a lo largo de los últimos siglos, han desaparecido del
imaginario de las generaciones contemporáneas que han sido “educadas” en
la lógica capitalista y neoliberal del fin de la historia y en la
ideología TINA (There is no alternative) que los obliga a pensar que este es el único mundo posible, y tolerable y, además de todo, es insuperable.
Por todo ello, y para terminar, un proceso revolucionario en el
mundo de hoy debe recuperar otra visión del tiempo, en el que se
reivindique la lentitud, la quietud, el goce por disfrutar cosas
fundamentales de la vida que necesitan de tiempo, la recuperación de la
memoria de los vencidos y de sus luchas, para iluminar el tenebroso
presente capitalista, porque, como decía Oscar Wilde, el socialismo
necesita muchas tardes libres. O, para decirlo con Pier Paolo Passolini,
hay que reivindicar los tiempos lentos del ser, en los cuales se pueda
contemplar
un mundo agrícola con bosques y leñadores, la comida
“sencilla”, la interpretación estética clásica [...], las costumbres
repetidas hasta el infinito, las relaciones duraderas y absolutas, las
despedidas desgarradoras, los pasmosos regresos a un mundo que no ha
cambiado (Pasolini, 1981: 149).
Este trabajo también se puede ver en la sección Videos del V Coloquio Internacional. http://www.herramienta.com.ar/content/videos-del-v-coloquio-internacional-teoria-critica-y-marxismo-occidental-alienacion-y-extran )
Vega Cantor, Renán. Historiador. Profesor
titular de la Universidad Pedagógica Nacional de Bogotá, Colombia.
Doctor de la Universidad de París VIII. Diplomado de la Universidad de
París I, en Historia de América Latina. Autor y compilador de los libros
Marx y el siglo XXI (2 volúmenes), Editorial Pensamiento Crítico,
Bogotá, 1998-1999; El Caos Planetario, Ediciones Herramienta, 1999;
Gente muy Rebelde (4 volúmenes), Editorial Pensamiento Crítico, Bogotá,
2002; Neoliberalismo: mito y realidad; Entre sus últimos trabajos
podemos mencionar: Los economistas neoliberales, nuevos criminales de
guerra: El genocidio económico y social del capitalismo contemporáneo
(2010). La República Bolivariana de Venezuela le entregó en 2008 el
Premio Libertador por su obra Un mundo incierto, un mundo para aprender y
enseñar. Dirige la revista CEPA (Centro Estratégico de Pensamiento
Alternativo). Es integrante del Consejo Asesor de la Revista
Herramienta, en la que ha publicado varios de sus trabajos..
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[1] Cf. Riechmann, 2006: 199ss. y Lewin, 2006: 478ss.
[2] Cf. Berardi Bifo, 2007: 160.
[3] Cf. Altvater/Mahnkopf, 2008, p. 112, nota 1.
[4] La siesta tiene ventajas como el mejoramiento de la vida sexual y el retraso del envejecimiento, en http://www.eltiempo.com/archivo/documento/CMS-5790444
Fuente: http://www.herramienta.com.ar/
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