Por: Alfredo Molano Bravo
Hace pocos días fui invitado a dictar una conferencia en la Universidad de Nueva York. Ya lo había sido el año pasado, pero no pude llegar a EE.UU. porque en El Dorado, la línea aérea en que viajaría muy cortésmente me comunicó que debía presentarme en la Embajada —con E mayúscula—. Me indigné, no con la empresa por supuesto, sino porque para mí no era difícil saber por dónde iba —y va— el agua al molino.
Dos años atrás la Universidad de Virginia me había invitado a
inaugurar el XVI Congreso de Colombianistas, conferencia que tampoco
pude hacer porque, pese a los esfuerzos míos y de un grupo de académicos
norteamericanos, la renovación de mi visa fue dilatada hasta dos o tres
días después de la fecha prevista para mi pArticipación. Tampoco me fue
extraña la maniobra. Durante dos años que duré como becario y profesor
de la Universidad de Stanford, cada vez que entraba a EE.UU., en el
retén de inmigración, en vez del convencional wellcome, el policía me
aplicaba un frío follow me. Y en una sala esperaba varias horas.
No fue siempre así. Antes de 2001 entré muchas veces a ese atormentado país sin ningún problema, pero desde que les tumbaron las Torres Gemelas debí adquirir el estatus de terrorista o de colaborador de los terroristas o de amigo de un amigo del que se dice puede ser terrorista. En Chicago, ya con visa de trabajo como becario de Stanford, me detuvieron seis horas en otra sala similar a la que estuve la semana pasada al entrar a Nueva York.
Desde que el policía de inmigración me miró dos veces —una distraídamente y la otra con inquina— supe que el wellcome me había sido negado. Era la 1 de la madrugada del pasado 29 de noviembre. Sin remedio seguí al officer hasta un lugar similar al que las Sagradas Escrituras llaman el limbo. Al entrar me señaló, con el índice y sin mirarme, una de las 116 sillas del lugar donde había mexicanos, dominicanos, serbios, chicanos, negros norteamericanos, un español extraviado y varios colombianos. El silencio de los detenidos —¿qué otra palabra se podría utilizar?— contrastaba, calculadamente sin duda, con la bullaranga provocadora de los officers que miraban sus computadores y se hacían bromas pesadas entre sí. Hombres grandes, gordos, con cuellos como gibas y cogotes colgantes, brazos tatuados, anillos de oro y pelo al rape. De tanto en tanto alguno gritaba un Mike, o un John, o un Igor, y el paciente se paraba como si hubiera recibido un corrientazo eléctrico, se arreglaba el abrigo y agradecido se acercaba a la tarima de donde lo habían llamado. Al rato otro y después otro; todos con el mismo terror sobre los hombros y la misma rabia encaletada.
Los guardias no miran a los detenidos, pero sin duda los estudian desde algún agujero que no se ve. Uno siente las miradas y casi oye los comentarios de los escudriñadores. ¿Qué crimen —crimen es la traducción colombiana de delito— me estarán endilgando? Un Estado tan grande algo malo debe haber hecho para que lo habite tanto miedo. Uno hace el repaso de cada cosa que lleva en la maleta; de cada cosa que ha hecho en su vida y que pudiera ser sospechosa para la Policía; uno hace cábalas pero la cuenta no sale. Siempre puede haber un homónimo que buscan porque metió unos gramos de cocaína o porque violó una niña o porque habló con un delincuente. O porque sí. ¿Y entonces? Le sucedió a un amigo, Anthony Henman, autor del más completo ensayo sobre la planta de coca en Colombia: estuvo detenido tres días sin ningún cargo. Y un día le dijeron, como me dijeron a mí tres horas después de mi estadía en el pasadizo del limbo y largándome el pasaporte sin mirarme a los ojos: ¡Go ahead! Gracias, debí decir por fuera, y por dentro: ¡Cabrones!
Punto aparte: En la época en que César Rincón estuvo enfermo de hepatitis C, yo adquirí el mismo virus a raíz de una operación en una prestigiosa clínica de Bogotá. Me trató Rafael Claudino Botero, el “padre de la hepatología” en el país, como lo califica el doctor Roberto Esguerra, director por muchos años de la Fundación Santa Fe. Botero es un gran científico y un eminente cirujano a quien hoy la Secretaría de Salud del Distrito le impide ejercer su profesión en Colombia arguyendo formalismos burocráticos. O celos de algún médico de esa entidad, la misma que nada hace para impedir que la gente se muera esperando un turno en los hospitales.
No fue siempre así. Antes de 2001 entré muchas veces a ese atormentado país sin ningún problema, pero desde que les tumbaron las Torres Gemelas debí adquirir el estatus de terrorista o de colaborador de los terroristas o de amigo de un amigo del que se dice puede ser terrorista. En Chicago, ya con visa de trabajo como becario de Stanford, me detuvieron seis horas en otra sala similar a la que estuve la semana pasada al entrar a Nueva York.
Desde que el policía de inmigración me miró dos veces —una distraídamente y la otra con inquina— supe que el wellcome me había sido negado. Era la 1 de la madrugada del pasado 29 de noviembre. Sin remedio seguí al officer hasta un lugar similar al que las Sagradas Escrituras llaman el limbo. Al entrar me señaló, con el índice y sin mirarme, una de las 116 sillas del lugar donde había mexicanos, dominicanos, serbios, chicanos, negros norteamericanos, un español extraviado y varios colombianos. El silencio de los detenidos —¿qué otra palabra se podría utilizar?— contrastaba, calculadamente sin duda, con la bullaranga provocadora de los officers que miraban sus computadores y se hacían bromas pesadas entre sí. Hombres grandes, gordos, con cuellos como gibas y cogotes colgantes, brazos tatuados, anillos de oro y pelo al rape. De tanto en tanto alguno gritaba un Mike, o un John, o un Igor, y el paciente se paraba como si hubiera recibido un corrientazo eléctrico, se arreglaba el abrigo y agradecido se acercaba a la tarima de donde lo habían llamado. Al rato otro y después otro; todos con el mismo terror sobre los hombros y la misma rabia encaletada.
Los guardias no miran a los detenidos, pero sin duda los estudian desde algún agujero que no se ve. Uno siente las miradas y casi oye los comentarios de los escudriñadores. ¿Qué crimen —crimen es la traducción colombiana de delito— me estarán endilgando? Un Estado tan grande algo malo debe haber hecho para que lo habite tanto miedo. Uno hace el repaso de cada cosa que lleva en la maleta; de cada cosa que ha hecho en su vida y que pudiera ser sospechosa para la Policía; uno hace cábalas pero la cuenta no sale. Siempre puede haber un homónimo que buscan porque metió unos gramos de cocaína o porque violó una niña o porque habló con un delincuente. O porque sí. ¿Y entonces? Le sucedió a un amigo, Anthony Henman, autor del más completo ensayo sobre la planta de coca en Colombia: estuvo detenido tres días sin ningún cargo. Y un día le dijeron, como me dijeron a mí tres horas después de mi estadía en el pasadizo del limbo y largándome el pasaporte sin mirarme a los ojos: ¡Go ahead! Gracias, debí decir por fuera, y por dentro: ¡Cabrones!
Punto aparte: En la época en que César Rincón estuvo enfermo de hepatitis C, yo adquirí el mismo virus a raíz de una operación en una prestigiosa clínica de Bogotá. Me trató Rafael Claudino Botero, el “padre de la hepatología” en el país, como lo califica el doctor Roberto Esguerra, director por muchos años de la Fundación Santa Fe. Botero es un gran científico y un eminente cirujano a quien hoy la Secretaría de Salud del Distrito le impide ejercer su profesión en Colombia arguyendo formalismos burocráticos. O celos de algún médico de esa entidad, la misma que nada hace para impedir que la gente se muera esperando un turno en los hospitales.
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Alfredo Molano Bravo | Elespectador.com
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