Por: César Rodríguez Garavito
El debate sobre la locomotora minera parece un diálogo de sordos. Pero no porque los unos (el Gobierno y las empresas petroleras y mineras) se ignoren con los otros (los críticos que piden rieles para la locomotora), sino porque unos y otros son igual de indiferentes a la evidencia de lo insostenible que es un país, un planeta, montado en semejante tren.
Las cifras salieron a flote la semana pasada, a propósito del
fracaso de la Cumbre sobre Cambio Climático en Doha. El problema es
sencillo: si se explotan las reservas comprobadas de petróleo, carbón y
gas, el calentamiento global llegaría a extremos de ciencia ficción. En
lugar del límite de dos grados centígrados que los científicos y los
propios gobiernos fijaron en Copenhague en 2010, la temperatura de la
Tierra estaría seis grados por encima de lo que fue antes de la era
industrial. La razón es que las reservas que planean explotar gobiernos y
empresas minero-energéticas expulsarían a la atmósfera una cantidad de
dióxido de carbono que es cinco veces más alta que la que nos permitiría
estar por debajo de los dos grados de calentamiento, según cálculos
conservadores de Carbon Tracker Initiative.
Aunque las cifras suenen lejanas, los efectos son directos y cambiarían la vida de todos. Y no son un asunto del futuro, sino que se están sintiendo ya, porque de los dos grados límite ya hemos subido casi la mitad (0,8) y las emisiones de carbono aumentan año a año. Las muestras están por todas partes, desde las lluvias torrenciales que inundaron medio Colombia en los últimos años, hasta el deshielo sin precedentes de la capa de hielo ártica este año, pasando por la frecuencia inusitada de desastres climáticos como el huracán ‘Sandy’ en EE.UU. Como vamos, en unas cuantas décadas pasaremos de 3,5 grados de calentamiento, lo que llevaría a la extinción de entre 40 y 70% de las especies sobre el planeta, según RK Pachauri, el científico que preside el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático.
Lo cual nos lleva al diálogo de sordos. Tanto los defensores de la locomotora como muchos de sus detractores (economistas críticos, ambientalistas creyentes en la “minería sostenible”, etc.) actúan como si nada de esto estuviera sucediendo; como si el reto fuera sólo que las empresas paguen más regalías o inviertan más en programas de responsabilidad social. Unos y otros dejan intacto el problema de fondo: incluso con estándares más exigentes, la sola explotación de las reservas comprobadas es insostenible ambientalmente.
Por eso está surgiendo un movimiento internacional que busca presionar a los pilotos de las locomotoras —las empresas y los gobiernos— a desacelerarla y, eventualmente, desmontarla. En cuanto a las empresas, una nueva movilización estudiantil en Estados Unidos está conminando a las universidades para que vendan las acciones que tienen en las compañías de petróleo, gas y carbón. A ella se suman organizaciones como 350.org, que recomiendan dejar bajo la tierra dos terceras partes de las reservas mineras y petroleras. Proponen también regular las actividades de esas empresas como se hizo con las tabacaleras, porque, como éstas, causan daños irreparables con pleno conocimiento de causa, pero lo ocultan con publicidad y reputados asesores.
En cuanto a los gobiernos, la cumbre de Doha dejó claro que muy pocos (como Alemania) están interesados en detener la locomotora y subirse a un tren de energía sostenible. Sin importar su inclinación política, parecen competir por calentar más el globo, desde Canadá, Estados Unidos y Colombia, hasta Venezuela, Ecuador y Bolivia.
De modo que el tren en que estamos montados nos lleva directo al precipicio climático. A menos que el movimiento internacional que se está gestando vaya acompañado de ideas y propuestas no sólo para ponerle rieles a la locomotora, sino para bajarnos de ella.
Aunque las cifras suenen lejanas, los efectos son directos y cambiarían la vida de todos. Y no son un asunto del futuro, sino que se están sintiendo ya, porque de los dos grados límite ya hemos subido casi la mitad (0,8) y las emisiones de carbono aumentan año a año. Las muestras están por todas partes, desde las lluvias torrenciales que inundaron medio Colombia en los últimos años, hasta el deshielo sin precedentes de la capa de hielo ártica este año, pasando por la frecuencia inusitada de desastres climáticos como el huracán ‘Sandy’ en EE.UU. Como vamos, en unas cuantas décadas pasaremos de 3,5 grados de calentamiento, lo que llevaría a la extinción de entre 40 y 70% de las especies sobre el planeta, según RK Pachauri, el científico que preside el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático.
Lo cual nos lleva al diálogo de sordos. Tanto los defensores de la locomotora como muchos de sus detractores (economistas críticos, ambientalistas creyentes en la “minería sostenible”, etc.) actúan como si nada de esto estuviera sucediendo; como si el reto fuera sólo que las empresas paguen más regalías o inviertan más en programas de responsabilidad social. Unos y otros dejan intacto el problema de fondo: incluso con estándares más exigentes, la sola explotación de las reservas comprobadas es insostenible ambientalmente.
Por eso está surgiendo un movimiento internacional que busca presionar a los pilotos de las locomotoras —las empresas y los gobiernos— a desacelerarla y, eventualmente, desmontarla. En cuanto a las empresas, una nueva movilización estudiantil en Estados Unidos está conminando a las universidades para que vendan las acciones que tienen en las compañías de petróleo, gas y carbón. A ella se suman organizaciones como 350.org, que recomiendan dejar bajo la tierra dos terceras partes de las reservas mineras y petroleras. Proponen también regular las actividades de esas empresas como se hizo con las tabacaleras, porque, como éstas, causan daños irreparables con pleno conocimiento de causa, pero lo ocultan con publicidad y reputados asesores.
En cuanto a los gobiernos, la cumbre de Doha dejó claro que muy pocos (como Alemania) están interesados en detener la locomotora y subirse a un tren de energía sostenible. Sin importar su inclinación política, parecen competir por calentar más el globo, desde Canadá, Estados Unidos y Colombia, hasta Venezuela, Ecuador y Bolivia.
De modo que el tren en que estamos montados nos lleva directo al precipicio climático. A menos que el movimiento internacional que se está gestando vaya acompañado de ideas y propuestas no sólo para ponerle rieles a la locomotora, sino para bajarnos de ella.
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