Aportes preliminares para promover la paz sin impunidad
Martes 25 de septiembre de 2012, por
El Colectivo de Abogados “José Alvear Restrepo” –CAJAR- ha reivindicado desde su nacimiento hace 34 años una salida política negociada al conflicto armado interno, entendiendo que la superación del mismo implica no solamente el pacto del silencio de las armas, sino la consolidación de la democracia y la realización de un Estado social de derecho donde se distribuya de forma equitativa la riqueza nacional, defendiendo los bienes estratégicos de nuestro pueblo para su desarrollo, reafirmando la soberanía y autodeterminación sobre nuestros recursos y nuestras políticas, como se reconoce en la Carta de las Naciones Unidas y en los pactos que promueven y garantizan los derechos civiles y políticos, como los derechos sociales, económicos y culturales
En esta perspectiva el CAJAR ha ejercido la defensa de prisioneros políticos y por solicitud de las partes y el aval del gobierno ha acompañado la asesoría jurídica de los procesos de reinserción de las organizaciones que pactaron su desmovilización a través de los acuerdos de paz –M-19, EPL, Quintín Lame, PRT y Corriente de Renovación Socialista-, conscientes de que contribuyendo a la paz y la democracia nadie debe morir, ni matar por razón de sus ideas políticas.
De otra parte el CAJAR ha reivindicado el derecho de nuestro pueblo y en particular de las víctimas a participar de las decisiones que le afectan o le conciernen [1], por tanto insiste en que este proceso de paz que se inicia sea lo más participativo posible para los distintos sectores sociales de modo que acompañen, defiendan y doten de legitimidad al proceso, porque ni las guerrillas, ni el Estado pueden arrogarse la representación popular y menos cuando un tema de trascendencia histórica, como lo es la justicia, derecho irrenunciable de las víctimas y de la sociedad, debe hacer parte ineludible del punto quinto de la agenda de negociación.
Si bien en todo proceso de terminación de una dictadura o de conflicto armado a través del diálogo y la negociación, suelen pactarse distintas formas de impunidad a través de lo que ha dado en llamarse justicia transicional, donde se aceptan ciertas formas de verdad, de justicia y de reparación, lo cierto es que no hay modelos óptimos y las víctimas terminan siendo limitadas en sus derechos, cuando no la sociedad en su conjunto que termina asimilando que en aras de la paz, los actores de la guerra gocen de distintos privilegios, que serán más o menos amplios según la correlación de fuerzas lo determine [2] .
Que los actores armados pretendan la impunidad total frente a sus crímenes y quieran imponerlo en una mesa de negociación es comprensible, porque es muy difícil que quien no ha sido vencido en combate ni sometido por el adversario, acepte como culminación del proceso irse a prisión. Lo que resulta cuestionable es que la sociedad o las comunidades que han sido afectadas en la vulneración de sus derechos más fundamentales, terminen aceptando que en aras de rendir el poder de las armas, sus verdugos escapen a la justicia, no tengan que redimir sus crímenes, ni pedir perdón, ni reparar a las víctimas.
Frente a los procesos de la llamada justicia transicional, los retos de una sociedad consciente de sus derechos, para no hipotecar su futuro a la fuerza de las armas, ni dejarse arrinconar por los crímenes y el terror, debe lograr la mayor suma de verdad, de justicia y de reparación integral como garantía de no repetición del pasado violento. Frente a las negociaciones, la sociedad y en particular las víctimas tienen derecho a participar frente a las decisiones que pueden limitar, negar o reconocer sus derechos.
En Colombia, los conflictos armados se han saldado en su mayoría a través de pactos que han concluido con amnistías o indultos -63 indultos y 25 amnistías desde 1820 hasta 2011 [3]-Podría afirmarse que ha sido la ausencia de una movilización adecuada de la sociedad en defensa de sus derechos y en construcción de la democracia, lo que ha permitido que los escenarios de la violencia se reproduzcan cíclicamente.
La violencia política que hoy padece Colombia, tiene su origen en el genocidio del movimiento gaitanista que comenzó en 1946. La impunidad de dicho genocidio y los reclamos de justicia del líder inmolado, configuran un capítulo no resuelto de nuestra historia, como lo sigue siendo la impunidad frente al genocidio de la Unión Patriótica. El ex presidente Belisario Betancur, frente a este último, hoy culpa al establecimiento, reconociendo implícitamente en el poder de las Fuerzas Armadas un poder supraconstitucional que puede hacer fracasar cualquier proceso de paz [4].
El Estado que se pretende legítimo con un orden constitucional y legal que tiene como presupuesto de la convivencia pacífica el respeto de los derechos humanos y el deber de garante a través de sus autoridades, en particular con el poder depositado en la Fuerza Pública no puede pretender ser tratado frente a los crímenes de lesa humanidad, crímenes de guerra y graves violaciones de derechos humanos, que han cometido agentes estatales, como se trataría a cualquier actor armado de carácter irregular.
Si bien es cierto en Colombia todos los actores armados han cometido crímenes de carácter internacional, a la hora de establecer las responsabilidades históricas frente a los mismos, con las consecuentes cargas de responsabilidad política y penal, no se puede admitir tratamientos simétricos. Frente a estos crímenes, la verdad debe ser fuente de la memoria histórica que permita edificar una ética de la convivencia social que no se resigna al olvido, ni al silencio, ni a la impunidad.
El acto legislativo que aprobó el Congreso como “Marco Jurídico para la Paz”, so pretexto de una negociación con las guerrillas para garantizar su reinserción a la vida civil no era necesario porque la Constitución Política en su art. 150, numeral 17 otorga la faculta al Congreso de dictar amnistías e indultos generales por delitos políticos y el art. 201 faculta al Presidente a conceder indultos por delitos políticos conforme a la ley. En estas facultades constitucionales no se concede la potestad de favorecer a quienes hayan cometido delitos comunes, exclusivamente delitos políticos que tanto en la historia del conflicto armado, como en la doctrina y la jurisprudencia sólo se reconoce a los grupos guerrilleros. Por tanto dicho Marco fue aprobado para asegurar la impunidad de los crímenes perpetrados por agentes estatales.
Esto, además impone reconocer la diferencia clara que existe entre el delito político y el delito común. Los delitos comunes a diferencia de los políticos no se dirigen contra el Estado, no pretenden subvertir el orden político, ni tienen fines altruistas sino como lo reconoció la Corte Suprema de Justicia en una de sus jurisprudencias sobre los crímenes cometidos por el paramilitarismo que su finalidad a través de la delincuencia organizada y mediante “la violencia narcoterrorista, es el de colocar en situación de indefensión a la sociedad civil, bajo la amenaza de padecer males irreparables, si se opone a sus proditorios designios” [5]. El tratamiento punitivo es diferente porque los delitos comunes no pueden ser objeto de amnistía ni indulto y en consecuencia el “perdón de la pena, así sea parcial, por parte de autoridades distintas al Congreso o al Gobierno, autorizado por la ley, implica un indulto disfrazado” [6].. Por su parte, el delito político “tiene ocurrencia cuando se atenta contra el régimen constitucional y legal vigente en búsqueda de un nuevo orden, resultando un imposible jurídico predicar de tales conductas su adecuación al delito de concierto para delinquir” [7].
De los casos documentados de violencia sociopolítica en Colombia, la mayor responsabilidad es del Estado, que a menudo ha actuado como un estado infractor como ha sido señalado en los múltiples informes de los órganos especializados de las Naciones Unidas y en las sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Las cifras de responsabilidad criminal frente al conflicto armado interno y la violencia sociopolítica comprometen en primer lugar a las Fuerzas Armadas y los grupos paramilitares que las primeras han promovido como estrategia de “guerra sucia”. El paramilitarismo es un producto espurio del establecimiento y del Estado que ha minado su legitimidad, convirtiéndose en uno de los principales factores de reproducción de la violencia política y social en Colombia [8]. La impunidad con que se sigue cubriendo a los determinadores de cientos de miles de crímenes de lesa humanidad, no puede resolverse en una mesa de negociación con las guerrillas con un “borrón y cuenta nueva”.
De acuerdo con las cifras de investigaciones sobre violaciones a los derechos humanos, la Fiscalía ha reportado que bajo el marco jurídico de Justicia y Paz adelanta procesos contra 4634 integrantes de grupos armados ilegales de los cuales 4131 eran paramilitares y 503 de la guerrilla [9] .
Entre los hechos investigados se encuentran 1.007 masacres, 25.083 homicidios, 3.459 desapariciones forzadas, 10.925 desplazamientos forzados, 89 casos de violencia sexual y 754 de torturas, además, se han compulsado copias para abrir en justicia ordinaria investigaciones contra 1.124 políticos, 1023 miembros de la fuerza pública, 393 servidores públicos, 10329 contra terceras personas sin identificar su calidad y desmovilizados [10]. Sin embargo poco se ha avanzado en la sanción de estas responsabilidades penales.
A la par de las cifras sobre investigaciones oficialmente reconocidas, las relacionadas con hechos que constituyen violaciones de derechos humanos recogidas por las organizaciones y centros de investigación dan cuenta de un panorama más claro en relación con el tipo de hechos perpetrados y la calidad de los responsables. Desde julio de 1996 hasta junio de 2010, se conocen 30665 víctimas de ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas y homicidios socio políticos, bajo la responsabilidad en un 43.9% de los paramilitares, el 7.4% de agentes estatales y el 14.2% de la guerrilla, aunque solo el 65% de los casos tiene presunto autor identificado . El porcentaje de los autores identificados [11] frente a la responsabilidad del Estado y los crímenes de los paramilitares constituye un 78.3% y de las guerrillas un 21.6%.
De su parte las guerrillas en Colombia que también son el resultado de las decisiones criminales y excluyentes del establecimiento, surgieron y se desarrollaron con un discurso revolucionario que en nombre de las causas populares de reivindicación de democracia y de justicia social convocaron y siguen reclutando sin dificultad a miles de jóvenes que no encuentran otras oportunidades para enfrentar su futuro. Las guerrillas en la medida que crecieron y consolidaron un poder territorial, militar y social, han acompañado los delitos políticos con infracciones graves del derecho internacional humanitario -DIH-.
El derecho internacional de los derechos humanos y la evolución del derecho penal internacional, no permiten hoy amnistías e indultos frente a crímenes de lesa humanidad, genocidio y graves infracciones al DIH. Si bien en el Protocolo II de los Convenios de Ginebra, aplicable a conflictos como el nuestro, se establece la recomendación de que al finalizar el conflicto armado interno se debe procurar “la amnistía más amplia posible” [12], dicha posibilidad está mediada por garantizarle a la humanidad y a la sociedad concernida que los graves crímenes que ha padecido no se van a volver a cometer.
Todo ser humano tiene derechos y obligaciones frente al Estado y para con la sociedad, pero quienes ejercen cualquier función pública, son responsables tanto por acción como por omisión en el cumplimiento de sus funciones, máxime si se trata de quienes utilizan las armas en defensa de un orden constitucional y legal. Una sociedad no puede permitirse que se rebaje la responsabilidad del Estado al nivel de cualquier organización armada irregular. Una sociedad que acepta esto, o bien es una sociedad con gran debilidad política y poca conciencia de sus derechos o es una sociedad moralmente enferma o bien es una sociedad sometida por el terror.
El Estado y las máximas autoridades civiles y militares que faltan a su deber de garante, no solamente comprometen la responsabilidad internacional del Estado en materia de derechos humanos, sino también comprometen su responsabilidad penal cuando han promovido, tolerado o aceptado que en aras de “combatir al enemigo armado interno” se perpetren crímenes de carácter internacional o incluso cuando tienen el deber de prevenir y sancionar dichos crímenes, terminan promoviendo políticas o leyes que empoderan más a los verdugos. La reforma constitucional en curso de la justicia penal militar, presionada por los artífices de la guerra sucia como “compensación” por tolerar los diálogos por la paz constituye un grave retroceso para garantizar la seguridad pública, la gobernabilidad democrática, prevenir nuevos crímenes de lesa humanidad y constituye un riesgo frente al mismo proceso de paz.
Dicho lo anterior, debemos preguntarnos ¿qué tanta verdad y qué tanta justicia podrían sacrificarse en aras de la paz? Aceptando en rigor democrático y de conciencia civil que no son equiparables los crímenes de Estado a los crímenes que han cometidos la guerrillas, el primer deber de la sociedad es exigir la verdad plena frente a los crímenes que ha promovido el establecimiento, que frente a la opinión pública no sólo han sabido esconder la magnitud de sus delitos, sino que incluso en la mejor dosis de cinismo del poder reclaman mano dura y sanción ejemplar frente a los crímenes que han cometido las guerrillas. Develar las características y formas de actuar del establecimiento que ha utilizado el Estado en su propio beneficio, que ha sembrado la guerra y la miseria en muchas regiones del país, es un imperativo para cualquier proceso de paz solido.
La verdad es el primer paso hacia la justicia y la reparación integral, por tanto cualquier comisión de verdad que se pacte debe ser garantía de imparcialidad y objetividad frente a los crímenes cometidos.
La justicia no puede ser sacrificada en aras de la paz, frente a la magnitud y gravedad de los crímenes cometidos, sólo podrían ser amnistiables e indultables los delitos políticos y conexos con estos que son los considerados en el código penal como rebelión, sedición y asonada. Para efectos del perdón público debe comprenderse la complejidad del delito político frente a los hechos de guerra y sostenimiento de la misma, pero debe excluirse del mismo las graves infracciones al derecho internacional humanitario o graves crímenes de guerra.
La paz para que sea creíble, firme y duradera no puede ni debe ser sinónimo de impunidad frente a crímenes de lesa humanidad o graves infracciones al derecho internacional humanitario. Es obligación de la Fiscalía perseguir la responsabilidad penal de todos los crímenes y debe promover una política para perseguir con rigor a los principales perpetradores o determinadores de crímenes internacionales. Una Fiscalía que de antemano anuncia renunciar a la persecución penal de los crímenes cometidos con ocasión del conflicto armado interno y que se pliega a estrategias de justicia transicional en medio de la guerra, al tiempo que acompaña una reforma constitucional para ampliar la impunidad de la que gozan los militares reformando el fuero penal militar, compromete su responsabilidad política, institucional y disciplinaria al no cumplir con la labor preventiva que el mandato constitucional le impone.
Antes de anunciarse fórmulas de justicia transicional y la aplicación de penas alternativas debe quedar claro que debe confesarse todos los crímenes, denunciar los promotores o coautores y beneficiarios de los mismos, sincero arrepentimiento y demanda de perdón por los delitos, reparación de las víctimas y el someterse a formas de control social e institucional para garantizar la no repetición de los crímenes. De no cumplirse con estas garantías de verdad y no repetición, la sanción penal plena debe ejercerse para proteger a la sociedad.
Insistimos en que la sanción penal no puede ser simétrica y la impunidad relativa que se anuncia debe ser más drástica en sancionar a los promotores de los crímenes de Estado, las inhabilidades políticas que se acuerden deben extenderse en primer lugar a estos. Las condiciones en que se realice la sanción penal no pueden convertirse en una nueva ofensa a la humanidad.
Por otra parte debemos recordar frente al proceso de negociación que se inicia y frente a la “mano negra” que suele incrementar sus crímenes para sabotear las posibilidades de paz, que no solamente es viable sino necesario que con carácter preventivo la Corte Penal Internacional –CPI-, abra una investigación sobre los principales determinadores de crímenes de su competencia que no han sido sancionados o no quieren ser sancionados en Colombia.
La acción de la CPI puede contribuir a la consolidación de un proceso de paz serio en Colombia ya que los actores de la negociación y en particular el presidente de la República como Jefe de Estado podría solicitar al Consejo de Seguridad de las Naciones que utilice las facultades que le otorga el art. 16 del Estatuto de Roma para suspender por un año y desde allí indefinidamente la acción de la CPI, si el proceso de paz es genuino. Lo que no puede admitirse es que la sociedad quede inerme frente al recrudecimiento de las acciones militares de una y otra parte como pulso de guerra para las negociaciones y que de otro lado incumplidos los compromisos asumidos en el proceso de paz, la sociedad no tenga la fuerza para impedir la reactivación de las acciones criminales de sus verdugos.
Señores Presidente Santos y Sr. Londoño, por último es necesario exigir de ustedes y en las negociaciones:
Que así como la guerrilla de las FARC se ha comprometido públicamente a no cometer más secuestros, el gobierno se comprometa a depurar en profundidad la Fuerza Pública, de aquellos que tanto por acción como por omisión serían responsables de crímenes de lesa humanidad, crímenes de guerra, así como de promover grupos paramilitares.
Las FARC a su vez deben decir claramente la verdad frente a las personas que han sido víctimas de secuestro y que perdieron la vida en sus manos, ya porque les asesinaron o por otra razón, las familias y la sociedad tienen el derecho irrenunciable a saber qué pasó con ellas, lo mismo frente a cualquier homicidio fuera de combate que hayan cometido.
El gobierno a su vez debe asegurar el fin de la “Doctrina de la Seguridad Nacional” así como de cualquier otra ideología o doctrina que al interior de las Fuerzas Armadas les impida comprender que la defensa de la democracia conlleva la necesidad del pluralismo y el pleno respeto de los derechos humanos. El gobierno debe oponerse a la reforma constitucional al fuero penal militar, un tribunal especial de garantías lo necesitan las víctimas, no quienes faltando a sus deberes constitucionales y legales han atentado contra la seguridad pública y los derechos humanos.
El gobierno debe eliminar conceptos al interior de la fuerza pública y de las agencias de inteligencia tales como “guerra política,” “guerra jurídica” y “guerra judicial” porque son contrarios a los principios democráticos y de respeto a los derechos humanos y porque los mismos convierten en objetivos a los defensores de derechos humanos e incluso a operadores judiciales que cumplen con su deber de investigar y sancionar a agentes estatales comprometidos en violaciones de derechos humanos.
El gobierno debe derogar o abstenerse de crear cualquier norma o decreto que haya posibilitado o posibilite involucrar de distintas formas a la población civil en el conflicto armado interno. El gobierno debe abstenerse de utilizar reinsertados para labores de inteligencia, de policía o de contrainsurgencia.
Que se pacte lo antes posible una tregua bilateral observada por la comunidad internacional para darle más fuerza a las posibilidades de la paz, ahorrándole a la población colombiana la extensión del drama humanitario que conlleva la guerra.
Mientras se logra se debe recordar que el invocar el DIH no puede representar de ninguna manera una justificación para extender la estela de muertes y de destrucción o para pretender impunidad. El principio esencial del DIH de capturar en lugar de herir o herir en lugar de matar, no sólo le pone límite a los hechos de la guerra y el tratamiento de los combatientes sino que acerca las posibilidades de reconciliación.
Se debe llegar lo antes posible a un preacuerdo humanitario con fundamente el Protocolo II de los convenios de Ginebra, que conlleve el respeto de las zonas humanitarias declaradas por las comunidades indígenas, afrodescendientes y comunidades de paz, ampliando las mismas a otras regiones del país. Se debe en el mismo acordar el desminado de zonas que afectan a la población civil y el cese de los bombardeos.
Los derechos de las víctimas y su participación en el proceso debe estar asegurada desde un comienzo y durante todo el proceso de negociación.
La solución política del conflicto armado debe conducir no solamente a reducir desde ya el gasto militar y el tamaño de las FFAA, sino a garantizar que el presupuesto invertido para la guerra se destine a mayor inversión social.
Sr. Presidente Santos y Sr. Londoño, los gestos hacia la paz tienen que ser de carácter bilateral, para que con hechos de civilización la sociedad tenga la certeza de que la paz no solamente es imprescindible sino viable para bien de Colombia y de la región. Los enemigos de la paz tienen que ser vencidos.
Colectivo de Abogados “José Alvear Restrepo”
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