Estimados,
Les recomiendo encarecidamente la lectura de los siguientes párrafos, sustraídos del artículo "Confesiones de un optimista", escrito por el escritor, periodista y político israelí, Uri Anvery.
"[... ]
Hace algún tiempo me topé
en una boda con el escritor Amos Oz y charlamos sobre esta curiosidad
mía, mi optimismo. Oz me dijo que él era pesimista. Ser pesimista, dijo,
es un estado en el que uno siempre tiene las de ganar. Si las cosas
salen bien, eres feliz. Si las cosas empeoran, sigues siendo feliz
porque has acertado.
El problema con el
pesimismo, le dije, es que no lleva a ninguna parte. El pesimismo le
alivia a uno de cualquier impulso para hacer algo. Si las cosas van a
empeorar de todas formas, ¿para qué preocuparse? El pesimismo es una
actitud cómoda. Incluso te permite menospreciar a los optimistas, que
aún luchan por un mundo mejor. El optimismo es cosa de simples.
Pero ahí está precisamente
el quid de la cuestión. Solo los optimistas pueden luchar. Si no crees
en un mundo mejor, en un país mejor, en una sociedad mejor, no puedes
luchar por ellos. Solo puedes sentarte en tu sillón frente al televisor,
chasquear la lengua ante la estupidez de la raza humana y de tu propia
gente en particular, y sentirte superior.
Cada vez que confieso que soy un optimista me rocían con desdén. ¿Acaso no veo lo que está sucediendo a mi alrededor? [...]
[...]
Cuando hablo de esto siempre me acuerdo de un momento concreto de mi vida. Era octubre de 1942 y el mundo temblaba.
En Rusia las tropas nazis
habían llegado hasta Stalingrado y se había iniciado la titánica
batalla. No había duda de que los alemanes tomarían la ciudad y
proseguirían su avance.
Más al sur la invencible
Wehrmacht había penetrado en el Cáucaso. Desde ahí la ruta los conducía
directamente a Palestina a través de Turquía y Siria.
El renombrado Afrika Korps
de Erwin Rommel había roto la línea británica y se había plantado en la
aldea egipcia de El Alamein, a unos 106 kilómetros de Alejandría. Desde
ahí hasta Palestina solo era cuestión de días.
Ya un año antes los nazis habían ocupado Creta en lo que fue la primera invasión aerotransportada de la Historia.
Para cualquiera que mirara
al mapa la situación era clara. Por el norte, el oeste y el sur el
coloso militar nazi se desplazaba inexorablemente hacia Palestina con el
objetivo de destruir al semi-Estado judío. El rábido antisemitismo de
Adolf Hitler no permitía extraer otra conclusión.
Nuestros amos británicos,
obviamente, también pensaban igual. Ya habían enviado a sus esposas e
hijos a Irak. Ellos mismos, según se rumoreaba, estaban sentados sobre
sus maletas, listos para escapar a la primera señal de avance alemán en
Egipto.
La Haganá, nuestra
principal organización militar secreta, estaba haciendo preparativos
frenéticos. Como los héroes de Masada que unos 1.900 años antes se
suicidaron colectivamente antes que caer en manos de los romanos,
nuestros combatientes se estaban concentrando en las colinas de Carmel
para luchar y vender caras sus vidas. Yo acababa de cumplir 19 años y
vivía en Tel Aviv, una ciudad que nadie pensaba ni siquiera defender.
Sabíamos que era el final.
Cuando la guerra terminó
con el colapso total de la Alemania nazi se publicaron muchos libros
sobre el curso de la guerra. Se supo que la desesperada crisis de
octubre de 1942 sólo había existido en nuestra imaginación.
La invasión
aerotransportada de Creta, lejos de ser una brillante victoria, en
realidad fue un desastre. Las pérdidas alemanas fueron tan elevadas que
Hitler prohibió repetirla. Ignorantes de ello, hacia el final de la
guerra los británicos lanzaron su propia operación aérea en Holanda, y
también fue un desastre sin paliativos.
Las tropas alemanas que
habían llegado a la región del Cáucaso estaban completamente extenuadas y
carecían de la capacidad para marchar más hacia el sur. No podían ni
soñar con llegar hasta la lejana Palestina.
Y, lo más importante para
nosotros, Rommel había llegado a El Alamein con las últimas gotas de
gasolina que le quedaban. Hitler, que consideraba la campaña
norteafricana como una onerosa distracción del objetivo prioritario —
Rusia —, se negó a dilapidar en el desierto su limitada gasolina.
Palestina no le importaba un comino. (Y aunque le importara, no tenía
manera de transportar combustible a través del Mediterráneo. [...]
Moraleja de la historia:
incluso en medio de una situación completamente desesperada uno nunca
conoce los hechos lo suficiente como para perder la esperanza.
Pero no hace irse 70 años atrás. Basta con observar los últimos acontecimientos.
¿Alguien de nosotros en
Israel creía hace un año que la apática juventud “pasota” de nuestro
país se iba a levantar de golpe en una protesta social sin precedentes?
Si alguien hubiera dicho eso una semana antes de que ocurriera lo
habrían sepultado a carcajadas.
Lo mismo le habría
sucedido a cualquier persona que a principios del año pasado hubiera
vaticinado que los egipcios (¡nada menos que los egipcios!) se alzarían y
derrocarían a su dictador. ¿Una primavera árabe? ¡Ja, ja, ja!
Cuando doy una charla en Alemania siempre pregunto: "Si
hay entre ustedes alguien que la víspera de que ocurriera hubiera
pensado alguna vez que iba a ver con sus propios ojos la caída del Muro
de Berlín, por favor, que levante la mano". Jamás he visto alzarse una mano.
Y el acontecimiento más
grande de todos, la implosión de la Unión Soviética , ¿quién lo vio
venir? No los EEUU, con su gigantesco aparato de inteligencia de varios
millones de dólares. Tampoco nuestra Mossad, con sus muchos
colaboradores entre los judíos soviéticos.
Ninguno de ellos previó tampoco la revolución iraní que expulsó al Sha.
Lo mismo se aplica a muchas catástrofes provocadas por el hombre durante mi vida, desde el Holocausto hasta Hiroshima.
¿Qué demuestra esto? Nada,
excepto que nada se puede prever con certeza. Los eventos humanos los
conforman los seres humanos, son los seres humanos quienes dan forma a
los acontecimientos humanos. Eso puede ser una buena razón para el
pesimismo, pero también para el optimismo.
Podemos evitar los
desastres. Podemos lograr un futuro mejor. Y para eso necesitamos a
optimistas que crean que se puede hacer. A muchos de ellos.
[...]
[...] En el curso de mi
larga vida he aprendido que no hay situación tan mala que no pueda
empeorar. Y que no hay ningún líder tan detestable que su sucesor no
pueda serlo aún más.
Dicho lo cual, puede haber
fuerzas poderosas en acción, invisibles e inaudibles, que cambien las
cosas para mejor. Es como una presa en un río. Tras el muro de la presa
el agua sube lentamente, en silencio, imperceptiblemente. Un buen día el
dique cede de golpe y el agua anega el paisaje.
Esto no sucederá sin
nosotros no jugamos nuestra parte. Lo que hacemos — o lo que dejamos de
hacer — forma parte del patrón cambiante. Abrigar esperanzas y creer no
es suficiente. Lo esencial es hacer y actuar.
Así que aquí estamos, los optimistas incorregibles."
Rincón del Bibliotecario: "Confesiones de un optimista"
Written By Unknown on miércoles, mayo 09, 2012 | miércoles, mayo 09, 2012
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