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Rincón del Bibliotecario: "Confesiones de un optimista"

Written By Unknown on miércoles, mayo 09, 2012 | miércoles, mayo 09, 2012

Estimados,

Les recomiendo encarecidamente la lectura de los siguientes párrafos, sustraídos del artículo "Confesiones de un optimista", escrito por el escritor, periodista y político israelí, Uri Anvery.

"[... ]
Hace algún tiempo me topé en una boda con el escritor Amos Oz y charlamos sobre esta curiosidad mía, mi optimismo. Oz me dijo que él era pesimista. Ser pesimista, dijo, es un estado en el que uno siempre tiene las de ganar. Si las cosas salen bien, eres feliz. Si las cosas empeoran, sigues siendo feliz porque has acertado.
El problema con el pesimismo, le dije, es que no lleva a ninguna parte. El pesimismo le alivia a uno de cualquier impulso para hacer algo. Si las cosas van a empeorar de todas formas, ¿para qué preocuparse? El pesimismo es una actitud cómoda. Incluso te permite menospreciar a los optimistas, que aún luchan por un mundo mejor. El optimismo es cosa de simples.
Pero ahí está precisamente el quid de la cuestión. Solo los optimistas pueden luchar. Si no crees en un mundo mejor, en un país mejor, en una sociedad mejor, no puedes luchar por ellos. Solo puedes sentarte en tu sillón frente al televisor, chasquear la lengua ante la estupidez de la raza humana y de tu propia gente en particular, y sentirte superior.
Cada vez que confieso que soy un optimista me rocían con desdén. ¿Acaso no veo lo que está sucediendo a mi alrededor? [...]
[...]
Cuando hablo de esto siempre me acuerdo de un momento concreto de mi vida. Era octubre de 1942 y el mundo temblaba.
En Rusia las tropas nazis habían llegado hasta Stalingrado y se había iniciado la titánica batalla. No había duda de que los alemanes tomarían la ciudad y proseguirían su avance.
Más al sur la invencible Wehrmacht había penetrado en el Cáucaso. Desde ahí la ruta los conducía directamente a Palestina a través de Turquía y Siria.
El renombrado Afrika Korps de Erwin Rommel había roto la línea británica y se había plantado en la aldea egipcia de El Alamein, a unos 106 kilómetros de Alejandría. Desde ahí hasta Palestina solo era cuestión de días.
Ya un año antes los nazis habían ocupado Creta en lo que fue la primera invasión aerotransportada de la Historia.
Para cualquiera que mirara al mapa la situación era clara. Por el norte, el oeste y el sur el coloso militar nazi se desplazaba inexorablemente hacia Palestina con el objetivo de destruir al semi-Estado judío. El rábido antisemitismo de Adolf Hitler no permitía extraer otra conclusión.
Nuestros amos británicos, obviamente, también pensaban igual. Ya habían enviado a sus esposas e hijos a Irak. Ellos mismos, según se rumoreaba, estaban sentados sobre sus maletas, listos para escapar a la primera señal de avance alemán en Egipto.
La Haganá, nuestra principal organización militar secreta, estaba haciendo preparativos frenéticos. Como los héroes de Masada que unos 1.900 años antes se suicidaron colectivamente antes que caer en manos de los romanos, nuestros combatientes se estaban concentrando en las colinas de Carmel para luchar y vender caras sus vidas. Yo acababa de cumplir 19 años y vivía en Tel Aviv, una ciudad que nadie pensaba ni siquiera defender. Sabíamos que era el final.
Cuando la guerra terminó con el colapso total de la Alemania nazi se publicaron muchos libros sobre el curso de la guerra. Se supo que la desesperada crisis de octubre de 1942 sólo había existido en nuestra imaginación.
La invasión aerotransportada de Creta, lejos de ser una brillante victoria, en realidad fue un desastre. Las pérdidas alemanas fueron tan elevadas que Hitler prohibió repetirla. Ignorantes de ello, hacia el final de la guerra los británicos lanzaron su propia operación aérea en Holanda, y también fue un desastre sin paliativos.
Las tropas alemanas que habían llegado a la región del Cáucaso estaban completamente extenuadas y carecían de la capacidad para marchar más hacia el sur. No podían ni soñar con llegar hasta la lejana Palestina.
Y, lo más importante para nosotros, Rommel había llegado a El Alamein con las últimas gotas de gasolina que le quedaban. Hitler, que consideraba la campaña norteafricana como una onerosa distracción del objetivo prioritario — Rusia —, se negó a dilapidar en el desierto su limitada gasolina. Palestina no le importaba un comino. (Y aunque le importara, no tenía manera de transportar combustible a través del Mediterráneo. [...]
Moraleja de la historia: incluso en medio de una situación completamente desesperada uno nunca conoce los hechos lo suficiente como para perder la esperanza.
Pero no hace irse 70 años atrás. Basta con observar los últimos acontecimientos.
¿Alguien de nosotros en Israel creía hace un año que la apática juventud “pasota” de nuestro país se iba a levantar de golpe en una protesta social sin precedentes? Si alguien hubiera dicho eso una semana antes de que ocurriera lo habrían sepultado a carcajadas.
Lo mismo le habría sucedido a cualquier persona que a principios del año pasado hubiera vaticinado que los egipcios (¡nada menos que los egipcios!) se alzarían y derrocarían a su dictador. ¿Una primavera árabe? ¡Ja, ja, ja!
Cuando doy una charla en Alemania siempre pregunto: "Si hay entre ustedes alguien que la víspera de que ocurriera hubiera pensado alguna vez que iba a ver con sus propios ojos la caída del Muro de Berlín, por favor, que levante la mano". Jamás he visto alzarse una mano.
Y el acontecimiento más grande de todos, la implosión de la Unión Soviética , ¿quién lo vio venir? No los EEUU, con su gigantesco aparato de inteligencia de varios millones de dólares. Tampoco nuestra Mossad, con sus muchos colaboradores entre los judíos soviéticos.
Ninguno de ellos previó tampoco la revolución iraní que expulsó al Sha.
Lo mismo se aplica a muchas catástrofes provocadas por el hombre durante mi vida, desde el Holocausto hasta Hiroshima.
¿Qué demuestra esto? Nada, excepto que nada se puede prever con certeza. Los eventos humanos los conforman los seres humanos, son los seres humanos quienes dan forma a los acontecimientos humanos. Eso puede ser una buena razón para el pesimismo, pero también para el optimismo.
Podemos evitar los desastres. Podemos lograr un futuro mejor. Y para eso necesitamos a optimistas que crean que se puede hacer. A muchos de ellos.
[...] 
[...] En el curso de mi larga vida he aprendido que no hay situación tan mala que no pueda empeorar. Y que no hay ningún líder tan detestable que su sucesor no pueda serlo aún más.
Dicho lo cual, puede haber fuerzas poderosas en acción, invisibles e inaudibles, que cambien las cosas para mejor. Es como una presa en un río. Tras el muro de la presa el agua sube lentamente, en silencio, imperceptiblemente. Un buen día el dique cede de golpe y el agua anega el paisaje.
Esto no sucederá sin nosotros no jugamos nuestra parte. Lo que hacemos — o lo que dejamos de hacer — forma parte del patrón cambiante. Abrigar esperanzas y creer no es suficiente. Lo esencial es hacer y actuar.
Así que aquí estamos, los optimistas incorregibles."
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